jueves, 29 de marzo de 2012

buenos tiempos

Se despertó con unas ganas terribles de escuchar música, pero no había música por ninguna parte. Quiso decir buenos días, pero tampoco había nadie a quien decírselo. Hacía años que Lucas ya no estaba. Ahora sólo tenía un banco de piedra, una manta y un vaso de plástico con un poco de coca cola sin gas. La luz naranja de las farolas la molestaba un poco y se dio la vuelta. Entonces se dio cuenta de que le dolía terriblemente la cabeza y de que no podría volverse a dormir.

Contuvo una arcada y se levantó. Caminó un poco para despejarse. Se frotó los ojos y bostezó. Pensó en hablar con Dios, pedirle ayuda, pero hacía mucho tiempo que Dios ya no escuchaba. Supongo que debería sentirme sola, se dijo. Pero sólo se sentía extraña. Por primera vez en días estaba sobria, y eso para ella era como caer desde un quinto piso. «Jodida», dijo cuando en su mente Lucas preguntó cómo se encontraba. «Jodida, Lucas, cómo voy a estar.»

No le gustaba estar sobria; se ponía a recordar los buenos tiempos. Los dieciséis, tan lejos ya, cuando conoció a Rubén y a los chicos y cada fin de semana se ponían hasta el culo de pastillas que ni siquiera sabían bien lo que eran. Bailar hasta las mil y desayunar una pizza caliente en la panadería de siempre. Los buenos tiempos, cuando había dinero y no tenían que pasar hambre.

Y luego Lucas, en primer año de Periodismo. Alto, con una espesa barba, de aspecto graciosamente distinguido. No hablaba mucho, pero sonreía a menudo; y si ella le hacía alguna pregunta personal, sobre sus padres o dónde vivía, él se limitaba a cambiar de tema. Era un muchacho reservado, todo el mundo lo decía; simpático, pero reservado. Y movida quizá por una mezcla de curiosidad o ternura o intriga o todo a la vez, ella había accionado la maquinaria de aquel pequeño universo para conseguir abrir sus puertas. Y en cierto modo lo había conseguido.

Lucas había pasado de ser un estudiante brillante con un futuro prometedor a engancharse al éxtasis y la cocaína. Había dejado de ser un joven fuerte y guapo para ser la sombra de un esqueleto de párpados cansados y labio caído. Había pasado de sonreír a menudo a llorar cada vez que no podía pillar nada. De una vida llena de comodidades a tener que llevar los mismos calzoncillos durante días. Del «Me apasiona el periodismo» al «Qué cojones hago aquí».

Y ella había llorado muchísimo, por supuesto. Aquella mañana de nieve, cuando se puso a empujarlo cada vez más fuerte hasta tirarlo del banco y ni aun así movió un solo músculo. Ella había notado el cuerpo frío y rígido, pero nunca había llegado a hacerse a la idea de despedirse de Lucas. Daba por sentado que siempre estaría ahí, que siempre la abrazaría las noches de invierno. Que la droga era algo pasajero, que lo dejarían, que se irían a vivir a un piso cualquiera y empezarían de cero. Que estar sobrios no sería algo tan malo.

Pero resultó serlo. No había nada, ni una mala cerveza que pudiera alejarla de aquella realidad. Ni un sueño, ni un buenos días, ni siquiera unos brazos de escarcha alrededor de sus hombros. No había poesía en todo aquello, no había literatura ni belleza; no había prozac ni noches pegada a la botella, ni Lucas ni Rubén ni los chicos ni nadie que se preguntase dónde carajos andaba. Sólo había una manta, un periódico derechista y restos de una coca cola que alguien no quiso terminar.

miércoles, 14 de marzo de 2012

medicina para el alma

Entonces tenía otro nombre, pero ¿quién se acuerda ya de eso?

                Niemand erinnert sich nicht mehr.

Supongo que lo hemos olvidado con los años o que nos hemos acostumbrado a llamarla de otra forma.

Él pidió algo así al entrar en la farmacia. Recuerdan que dijo algo como "Vengo a por mi medicina para el alma".

No era necesario tener una receta. Si un día no podías respirar, si se te quedaba atascada la risa o te fallaban las fuerzas, ibas a cualquier farmacia y pedías una dosis. No era barata pero valía la pena. El mundo se volvía un poco menos gris alrededor.

Lo llamaban el recurso de los cobardes, eso sí lo recuerdo. También decían que era de cobardes la literatura, la música y todo lo que te alejara de la realidad. Se trataba de una minoría que defendía la realidad por encima de cualquier felicidad artificial. Incluso había una facción radical, que negaba la felicidad y reivindicaba el sufrimiento como estado natural del ser humano. Pero no había mucha gente a la que le gustase sufrir.

La medicina para el alma te despejaba los bronquios, relajaba tu estómago y te hacía creer que eras feliz. Y en aquel tiempo cualquier mentira podía ser mejor que la verdad.

Por eso pidió medicina para el alma. Porque quería sentirse vivo de nuevo. Porque pensaba, Y qué cojones hago si no, y qué hago con el dolor del pecho, o con el tiempo perdido, o con las lágrimas que nunca llegaron a salir.

De vez en cuando deseaba volver a sentirse como un niño. Dormir toda la noche, mancharse la camiseta con helado de chocolate, hacer el mayor castillo de arena jamás visto. Quería volver a leer aquellos cuentos en los que volar era tan sencillo como pensar en algo agradable y tu mayor enemigo era un pirata al que le faltaba una mano.

Y dando tumbos por la calle echaba a correr el reloj, porque no tenía prisa, porque en casa le esperaba el sentirse un poco más solo y un poco más borracho, algo más enfermo y muchísimos años más viejo.

martes, 6 de marzo de 2012

una mirada atrás

Quién les iba a decir que llegarían a celebrar los cuarenta. Nadie habría apostado por ello en un primer momento, desde luego. Para empezar, una cesárea con complicaciones y las interminables pruebas médicas de los primeros años. No es un buen comienzo, si uno se pone a pensar.

La sonrisa triste de aquel médico tan amable, el doctor Pons, que siempre los miraba con una mezcla de curiosidad y condescendencia. Hacía tantos años ya... y sin embargo no habían olvidado ni un detalle de aquel rostro más bien redondo ni de su espesa barba, o aquellas gafas minúsculas que le hacían envejecer toda una vida de repente cuando se las ponía para leer los resultados de las pruebas.

El colegio, los años más difíciles, el rechazo y la crueldad de los otros niños o incluso de muchos padres de alumnos. La baja autoestima, la soledad, la profunda tristeza. El Nunca seremos como los demás.

Aquellas chicas, años más tarde, a esa edad en la que el miedo a lo diferente empieza a difuminarse... al menos en algunas personas. Los primeros rechazos amorosos, las discusiones, los Me estás arruinando la vida. El paso del tiempo, los verdaderos amigos. Las depresiones, los Por qué somos diferentes. Las lágrimas sin palabras en mitad de la noche.

Cuarenta años. Quizá no era mucho para la gente normal, pero para ellos era todo un récord. Habían superado  con creces sus propias expectativas y las de los demás. Por eso, desde su perspectiva del tiempo, daba vértigo echar la vista atrás, y resultaba difícil hacer un balance de malos y buenos momentos. Habían sido felices, por supuesto, y en cierto modo lo seguían siendo, pero los momentos perdidos pesaban en la espalda como sacos llenos de piedras.

A pesar de todo se pusieron en pie y dedicaron una sonrisa a todas aquellas personas que habían acudido a la fiesta en el bar de siempre. Allí estaba Laura, de la oficina, con un precioso vestido rojo y una copa de color naranja en la mano. Y su primo Esteban, al que no veían desde hacía tres años, embutido en su americana y con una corbata horrenda. Allí estaban los que habían estado siempre, los amigos que no se habían ido ni se irían.

Jorge levantó la mano derecha y Alex la izquierda. Bebieron al grito de ¡Salud!, con los ojos cerrados, cada uno imaginando cómo habría sido su vida en otras circunstancias. Si hubieran nacido separados, si no hubieran tenido que conformarse con el control de un solo brazo o de una sola pierna. Si hubiese tenido cada uno su propio cuerpo y hubiesen vivido como el resto de la gente.