lunes, 12 de diciembre de 2011

El desencanto

Rick se encogió de hombros y dirigió la vista al horizonte. Permaneció en silencio, con la mirada perdida, más de medio minuto, como haciéndose el loco, como esperando que la pregunta se fuera. Pero la pregunta seguía ahí, aguardando pacientemente. Seguía en los labios de Johanna. En el cenicero humeante sobre la mesa de cristal. En las dos botellas de cerveza vacías. En los pies de Rick sobre la alfombra manchada de vino. Y, por mucho que quisiera negarlo, haciendo eco en sus oídos.

Qué es el desencanto.

Era una buena pregunta, desde luego, o eso le parecía. Tal vez no lo hubiese sido viniendo de cualquier mocoso de pajarita con aires de intelectual, o de cualquier periodista con aspiraciones literarias o poéticas, pero sí lo era viniendo de Johanna. Había algo en ella, todo el mundo lo decía. Algo que, entre otras cosas, te daba la certeza de que aquella pregunta le había salido de lo más profundo, y que, por tanto, igual de profundo era su significado. No había preguntado qué era estar decepcionado, ni triste, ni irritable, ni qué significaba para él levantarse un día sin ideas en la cabeza, sin nada que llevar al papel, sin fuerzas para golpear las teclas de la máquina de escribir. No, aquello no era desencanto, no se le podía llamar así. Aquello podía ser hastío, cansancio, aburrimiento... pero no desencanto.

Dio una calada. Johanna soltó un suspiro de impaciencia y apagó su colilla en el cenicero. Le habían hablado de Rick. De Rick y de sus silencios. Silencios largos, largos como desiertos, que muchas veces no llegaban a ninguna parte. Si Rick callaba no era necesariamente porque buscase una respuesta a tu pregunta. A veces Rick callaba porque le aburrías o porque deseaba que le dejaras en paz. O las dos cosas. Pero no te lo decía, tenías que ser lo bastante sutil para entenderlo. Se callaba, dejaba la mirada perdida y tú cogías tus cosas y te ibas. Y lo dejabas en paz.

Así era Rick.

Johanna cerró su cuaderno y metió el bolígrafo entre las anillas, se levantó y se colgó el bolso al hombro. El desencanto, dijo para sí. Qué estúpida. Cerró la puerta del apartamento y bajó corriendo por las escaleras, sintiéndose ridícula, preguntándose cómo demonios iba a rellenar tres columnas a letra pequeña con un silencio.

La calle estaba desierta. La luz de las farolas se reflejaba en la acera, pero había dejado de llover. Era una noche agradable, sin viento. Aun así, se abrochó el abrigo y se dirigió a paso rápido hacia la boca de metro. Pasó por delante de un furgón al que le había saltado la alarma y esquivó al hombre que salía corriendo de la panadería de la esquina. Cruzó la calle y bajó los escalones en los que había sentada una anciana con la mano extendida.

En el parabrisas del furgón cayó la primera gota de sangre. Después esta gota se convirtió en un pequeño reguero y comenzó a descender a través del cristal. Johanna entró en el vestíbulo de la estación y subió el volumen de la música. Por eso no supo que había empezado a llover de nuevo. Ni que la lluvia se teñía de rojo sobre el techo de un furgón a pocos metros de allí. Ni que al lado de ese furgón había un hombre con las manos cubiertas de harina gritando por el móvil que enviaran una ambulancia. Johanna no supo nada de eso, ni supo hasta el día siguiente lo que había pasado por la cabeza de Rick durante su silencio, mientras miraba el horizonte y pensaba en aquella pregunta. No, el desencanto no era tristeza, ni depresión, ni ansiedad. No era frustración, ni melancolía, ni irritabilidad, ni cansancio, ni hastío ni aburrimiento. No. El desencanto no era ni siquiera un sentimiento humano.

4 comentarios:

  1. Me encanta esa palabra: "desencanto". Muy inspiradora para escribir. El texto también me gusta mucho; brillante como siempre.

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  2. Muchas gracias. La palabra da mucho juego. La primera película sobre los Panero se llama así... y es bastante apropiado.

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  3. ¿Qué te voy a decir que no sepas ya?

    Sigues siendo mi escritor favorito... Besito!!!!

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