viernes, 9 de diciembre de 2011

Carroñeros

Ya no quedaba nadie a mi alrededor cuando me senté al borde de la cama y, mirando a través de la ventana que daba al monte cubierto de nieve, di un suspiro, no recuerdo si de cansancio o de alivio, y me levanté. Hacía, eso sí lo recuerdo, un frío de mil demonios. Me dirigí, como es natural, a la cocina, sin esperar encontrar a nadie allí. La mesa, debo decirlo, era de segunda mano, muy antigua, y la pintura se había saltado en su mayoría. La tela de las sillas estaba rota y, si en su momento era de color blanco, ahora no se distinguía en ellas color más claro que el beige. Pero era mi hogar, al fin y al cabo, y supongo que me sentía bien en él.

Ellos estaban allí. Mis amigos. Armand, Clément, Luka y Maël. Habían ocupado las sillas en torno a la mesa y conversaban animadamente. Les dije: Hola, me alegra que sigan aquí, pensé que se habían ido, yo ya me siento mejor y creo que voy a comer algo. Ellos no me miraron ni dejaron de conversar un solo momento. Habían dispuesto sobre la mesa algunas cervezas y mi última botella de licor, y se servían a cada instante, de modo que en aquel momento estaba a punto de acabarse. Siempre he sido hospitalario con mis invitados, pero aquello me parecía un abuso, y les grité: ¡Eh!, me parece muy grosero por su parte acabar con mis reservas de alcohol, señores. Al menos dejen que me sirva yo también, porque en este momento necesito beber, y bien saben ustedes que no es un lujo que me pueda permitir todos los días. Así, hoy brindaré por ustedes y nos emborracharemos juntos, ¿les parece a ustedes bien? Armand, amigo mío, pásame la botella.

Pero nadie se movió. Entonces oí mi nombre. Recuerdo perfectamente que fue Maël quien lo pronunció. Maël, con su pelo grasiento pegado a la cara, sus manos sucias y su sonrisa amarillenta. Mordisqueaba un trozo de queso reseco. Dijo que, sin la menor duda, lo mejor de mí era mi despensa, y que ésta sólo contenía pan duro y licor rancio, así que siempre obligaba a mis visitas a traer algo de comida y alcohol si querían ser recibidas. Esto, por supuesto, era falso de todo punto, pero provocó algunas risotadas y una sincera expresión de asombro en la cara de Clément. Durante unos segundos no supe qué decir, pero entonces me envalentoné y, acercándome a grandes pasos a la silla en la que se sentaba Maël, le recordé vivamente que en mi casa siempre había sido bien recibido y que, aunque era cierto que yo nunca había sido una persona de recursos y que tenía la mala costumbre de gastar mis pocas monedas en alcohol, jamás me había rebajado a pedirle comida ni bebida a cambio de abrirle la puerta de mi casa.

Armand dijo entonces que yo era un alcohólico y que, si no había que respetarme, sí había que sentir al menos un poco de lástima por mí; especialmente, continuó, ellos cuatro, que habían sabido conducir su vida por caminos más rectos y no habían sufrido tanto como yo, que sin duda no había sido feliz más que a través del cristal de una botella. Me sentí tan insultado que grité: ¡Basta! ¡Basta! ¡Fuera de mi casa!, y golpeé la mesa de tal forma que las botellas cayeron rodando al suelo y se rompieron en mil pedazos. Todos se miraron asustados y salieron enseguida de mi apartamento. Me quedé en silencio. Lamentando haber perdido mi botella de licor, me dirigí al armario donde guardaba la escoba, pero me sentía cansado y en el último momento decidí ir a acostarme.

Había una persona entre mis sábanas. No la reconocí en un primer momento, ni tampoco la reconocí después, cuando me acerqué algunos pasos e incluso me coloqué al lado mismo de la cama. O tal vez lo que ocurrió fue que no quise hacerlo, pero después de varios minutos entendí que no podía negarlo. Volví a sentarme al borde de la cama y volví a mirar el monte cubierto de nieve. Volví a suspirar y permanecí en aquella posición cerca de media hora. Entonces me cubrí la cara con las manos y la realidad me golpeó como un mazo. Aquel rostro sobre mi almohada, amarillento y desfigurado por el dolor, se había clavado en mis retinas, y con los ojos cerrados volvía a mí como un viejo recuerdo, como algo que en realidad podría no haber ocurrido jamás.

Pero había ocurrido. Comprendí que aquella tarde había muerto, y que no tenía ningún derecho a negar una evidencia como ésa.

2 comentarios:

  1. Me imaginaba qué había pasado cuando los amigos no hacen caso de su aparición en escena... Pero muy, muy bueno :-D Besito!!!!

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