martes, 29 de noviembre de 2011

El cobarde

-¡Fracasado! ¡Yo! -Thomas Berg me miró de arriba abajo de una forma que me hizo comprender que, aunque sabía que en el fondo tenía razón y estaba de acuerdo conmigo, o quizá precisamente por ello, se sentía profundamente herido.

Guardé silencio y ambos bebimos.

Después lo observé de reojo por espacio de un minuto mientras él parecía concentrar todas sus energías en vaciar una jarra tras otra, para asombro del camarero y de los que nos encontrábamos a su alrededor. En este punto tengo que confesar que ni antes ni después vi jamás nada semejante: en su lugar, cualquier hombre de constitución normal habría perdido el conocimiento mucho antes, pero él seguía en pie e incluso parecía muy dueño de sí mismo.

Puso de un manotazo algunas monedas sobre la barra y vi que llevaba las uñas muy sucias. Todo él se había descuidado, y, a juzgar por su pelo grasiento, su barba desigual y su chaqueta sucia y ajada, calculé que debía de llevar al menos una semana en ese estado. Sentí algo parecido a la lástima, pero nada me empujó a tratar de ayudarle. Le admiraba, o le había admirado, con ese entusiasmo infantil que sienten los jóvenes por alguien a quien consideran una inteligencia superior o un ser casi sobrehumano. Y, naturalmente, la decepción que sufrí la noche que me fue presentado guardaba proporción con mis expectativas.

Había leído todos sus libros cinco o seis veces y había escrito cuentos imitando su estilo. Tenía varias ediciones en cartoné de su primera novela y conservaba cuidadosamente los números de la revista en la que había aparecido por entregas. Su forma de escribir me había seducido casi desde la primera palabra, y durante años me obsesionaba la idea de tomar una copa con él. Beber y hablar frente a frente, de escritor a aficionado, de maestro a discípulo.

Y allí estaba al fin, sólo que uno al lado del otro, sin mirarnos. Bebiendo, sí, pero sin hablar, porque él prefería emborracharse. No mencionó sus libros ni hizo comentario alguno sobre literatura. No le vi, de hecho, interesado en lo más mínimo en hablar del tema. Y yo le había llamado fracasado. -¿Fracasado? Escucha bien, muchacho, nadie escribe bien con los pies fríos, y el alcohol me ayuda a calentarlos, ¿entiendes? -Pronunciaba cada palabra con una lentitud calculada, como si se estuviera dirigiendo a un niño tonto. -¡Maldito ignorante! ¿Te llamas escritor? ¡Ja!... ¡Fracasado! ¡Yo!

Deslicé dos monedas de cobre hacia el camarero, me puse el chaleco y la chaqueta y salí sin despedirme de nadie. Oí algunas risas detrás de mí, pero no les di importancia. Al fin y al cabo, pensé, de algo tienen que reírse: todo el mundo sabe que no hay comedia en la vida de un escritor venido a menos.

2 comentarios:

  1. Los grandes escritores se muestran más geniales siempre en sus horas más bajas. Hay algo en la locura y en la desesperación que despliegan los resquicios más audaces de la mente de los escritores. Igual en ese momento, ese escritor estaba en su máximo apogeo... ¿quien sabe?

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  2. Totalmente de acuerdo con Míster... Besitos!!!

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