sábado, 15 de octubre de 2011

Felicidad

No soy un humano especialmente inteligente. «Bien», pensarán algunos, «no te preocupes, esto es bastante disculpable: el propio hecho de pertenecer a la especie humana lleva implícito padecer un cierto grado de estupidez, o dicho de otro modo, que lo sufran los que están alrededor, porque la estupidez es la única enfermedad que sólo sufren los que no la padecen». Pero no es a esto a lo que me refiero. Lo que quiero decir es que, dentro de la propia especie humana, soy alguien de una inteligencia bastante normal.
Esto significa, por otra parte, que tampoco soy estúpido: no soy un cani, ni un fanático religioso, ni uno de esos abortos de la prensa del corazón y un larguísimo etcétera, así que tengo la posibilidad de llevar una vida más o menos digna, productiva y de un cierto valor, al menos para mí mismo y para algunas de las personas que me rodean. Eso es más de lo que se puede decir de muchos humanos. Sé pronunciar frases de más de dos palabras, no voy en el coche con Pitbull a todo volumen para que me oigan los vecinos, no se me cae la baba y ocurre que puedo escribir mi nombre y apellidos sin faltas de ortografía, si bien esto último lo debo más a la educación que me dieron mis padres que al hecho de no ser un imbécil. Podríamos decir que pertenezco a la zona central de la campana de Gauss. A ese gran grupo formado por la mayoría de la gente.
Y esto comporta un problema: cualquier persona con una inteligencia superior a la de un pato de goma atraviesa más a menudo de lo que desearía una etapa de mal humor y un marcado pesimismo, en la que la poca paciencia desaparece y uno se vuelve mucho más intransigente y menos dispuesto a pasar por alto lo que cualquier otro día se limita a mirar con una actitud de sana repugnancia (todos tenemos en mente algún ejemplo), o en la que sencillamente no desea hablar ni ser hablado.
Por eso, esta noche, mientras apuraba mi cerveza y el ibuprofeno empezaba a combatir uno de esos dolores de cabeza tan frecuentes en mí, recordé una frase que pronunció Nacho Vegas en alguna entrevista, algo así como: «La gente que es muy feliz es la gente que es muy inconsciente. Ojalá fuese así yo».
Entonces le pregunté, no sé si telepáticamente o de qué manera: ¿De verdad crees que es mejor sacrificar la dignidad a cambio de ser más feliz? ...Y desde ese momento no sé si sentirme maldito o afortunado.

6 comentarios:

  1. Depende de tus objetivos en la vida. Hay quien renuncian a todo lo que son o podrían ser por ser aceptado en seguí que sitios o grupos y convertirse en otro más. Las personas con algo de conciencia y amor propio, prefieren buscar donde encajar a forzarse a encajar en un sitio donde serán maltratados física y psicológicamente.

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  2. "Si el niño tiene un pie grande, se le compra un zapato de su talla, no se le corta el pie".

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  3. Los niños no saben qué es lo mejor para si mismos, para eso están los adultos. Se les corta el pie... lo que se van a ahorrar en el futuro en calzado (y con la manía de las marcas para ser más chachis y todo eso, más aún, que los mike y los padidas y los rebukos salen carillos)

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  4. No, hombre, lo de los niños era por hacer la metáfora.

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  5. Perdóneme usted, caballero, pero creo que es excesivamente modesto con respecto a su capacidad intelectual... Y, sí, creo que de ahí viene ese cierto pesimismo...

    El problema es que somos demasiado conscientes de nosotros mismos... De nuestras limitaciones (o supuestas limitaciones), de lo que nos rodea...

    Y quizás fuéramos más felices si no fuéramos así, si perteneciéramos a ese grupo de gente que no se preocupa más que de la próxima borrachera que se va a pillar... Pero, en mi opinión, eso es una felicidad falsa y vacía que sólo desemboca en más vacío... Besito!!!

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    1. Alguien me dijo que la felicidad era una cuestión de actitud, supongo que tenía razón...

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