domingo, 30 de octubre de 2011

El baobab

Aún no había amanecido, pero dos niños salieron corriendo de la cabaña de T'zama y entraron en la gran plaza. Uno de ellos señaló hacia arriba y dijo con satisfacción: -¿Lo ves?, allá, en la rama más alta.

El otro niño lo vio, efectivamente, pero era demasiado pequeño para comprender lo que significaba.

***

El corazón de la aldea era un enorme baobab de ramas retorcidas y secas. Alrededor, dispuestas a una respetuosa distancia, se encontraban las cabañas según la posición social de cada familia. Así, las más cercanas al árbol, delimitando en un círculo perfecto el área de la plaza de reuniones, eran las de los once Sabios que formaban el Consejo: ancianos demacrados y en muchos casos enfermos, a los que el simple hecho de salir de sus cabañas y sentarse alrededor del Gran Fuego les suponía un considerable esfuerzo. Detrás se encontraban las de los once Grandes Cazadores y sus familias, tiendas mucho más amplias en las que dos adultos y dos niños podían vivir cómodamente. En otro círculo se encontraban las tiendas del resto de los cazadores y, finalmente, en un semicírculo bastante más alejado del baobab, las de los recolectores.

Aquella noche se celebraba el nacimiento del hijo de T'ul, uno de los once Grandes Cazadores, de modo que toda la aldea se había reunido en la plaza y, como de costumbre, se habían encendido cuatro fuegos. De ellos, el Gran Fuego era el que se encontraba a once pasos al Este del árbol. Por primera vez, a T'ul le fue concedido sentarse con los Sabios y compartir su cena: un pequeño jabalí que él mismo había cazado aquella mañana.

-¿Cómo está tu mujer? -preguntó Na'man. Era un hombre pequeño, de mirada amable y aspecto enfermo.
-Está agotada. Sus hermanas la están cuidando, intentando que le baje la fiebre.
-¿No han funcionado las hierbas de Na'em? -preguntó Na'mir, el Sabio más joven del Consejo, de mirada grave y severa.
-Me temo que no.

Todos excepto T'ul miraron interrogantes a Na'em, que tenía a su vez los ojos fijos en el Gran Fuego y parecía formularle en silencio la pregunta que todos le formulaban a él. Pero ni siquiera el Gran Fuego parecía tener la respuesta. En aquel momento no parecía tener más utilidad que la de tostar la piel del jabalí. Na'em pensó esto con rabia y arrojó un puñado de tierra al Gran Fuego, que estuvo a punto de apagarse. Los Sabios lo miraron con temor. No sentían miedo de él, sino por él. Nadie había ofendido nunca al Gran Fuego y no sabían lo que podía ocurrir.

Na'em se levantó y se metió en su cabaña. Los otros diez Sabios y T'ul se quedaron allí en silencio, sin atreverse a mirar al Gran Fuego. A los Sabios les invadían los pensamientos más oscuros. Sabían que ocurriría algo terrible, pero aún no sabían qué. Los pensamientos de T'ul, sin embargo, discurrían por un camino muy distinto. Ahora que se había marchado Na'em, se imaginó como un miembro del Consejo, el miembro más joven que hubiese formado nunca parte de él, incluso más que Na'mir. Se imaginó lo orgulloso que estaría de él su hijo cuando creciese y alcanzase la edad de comprender lo que significaba que su padre formase parte del Consejo, que fuese uno de los once Sabios, una de las personas más respetadas de la aldea.

Miró al Gran Fuego. Éste brilló en sus ojos, primero amarillo y rojo y después, poco a poco, con un color cada vez más azulado. Si entró en trance o estaba teniendo una revelación, lo cual era ridículo tratándose de un simple cazador, los Sabios ni siquiera lo llegaron a sospechar. Se limitaron a levantarse haciendo muecas de dolor e, ignorando a T'ul, se dirigió cada uno a su cabaña. En otras circunstancias, habrían apagado el fuego entre todos y habrían castigado a T'ul si no se hubiese levantado antes que ellos, pero había sido una noche extraña y los ancianos se sentían tan pequeños por el miedo que ni siquiera se atrevían a hacerse valer.

T'ul esperó a que los otros tres fuegos se hubiesen apagado y todo el mundo se hubiese retirado. Entonces se levantó, cegado por haber mirado tanto tiempo la luz del Gran Fuego y con el incómodo brillo azul ardiendo en sus retinas, se acercó al lugar donde había estado sentado Na'em, tomó una pequeña ramita de baobab que había cerca de él y dibujó un extraño símbolo en el suelo, un círculo alrededor de las huellas de los pies de Na'em, luego otro círculo más pequeño en el centro y una raya que cruzaba el dibujo de parte a parte. Arrojó la ramita al fuego, cogió un puñado de tierra donde había dibujado el símbolo y lo arrojó también. Se quedó casi a oscuras, bajo la luz de las estrellas y la Luna llena. Solo en la plaza. T'ul el cazador, T'ul, uno de los Once. Se quedó quieto un momento frente a las brasas, saboreando aquel pensamiento y deseando con todas sus fuerzas formar parte del Consejo.

Se dirigió a su cabaña y encontró a su mujer dormida junto a su hijo. Le tocó la frente. Parecía estar algo mejor. Se acostó junto a ella y trató de dormir, pero aquella noche le costó mucho conciliar el sueño.

Poco antes de amanecer oyó las voces de unos niños. Asomó la cabeza y los vio salir corriendo de la cabaña de T'zama. Entraron en la gran plaza y uno de ellos señaló hacia arriba: -¿Lo ves?, allá, en la rama más alta.

Los ojos de T'ul siguieron la dirección del enjuto brazo y se detuvieron en una de las últimas ramas del baobab. Tenía el grosor de un dedo, el mismo grosor que la rama que había usado la noche anterior para hacer aquel dibujo sobre el suelo. Fina y débil. Desde luego, demasiado débil para sostener el peso de un hombre.

Y sin embargo, no pudo negar lo que vio. La rama salía del pecho de Na'em. Su sangre le cubría todo el vientre y las piernas y goteaba hacia las ramas inferiores, que se encontraban a bastante distancia. Na'em movía levemente los brazos y las piernas. No gritaba, pero en la expresión de su cara se leía que luchaba por hacerlo. Sus ojos, abiertos de una forma extraña, imposible, miraban hacia el Este, y su mandíbula desencajada colgaba de su cara como si nunca hubiese formado parte de ella. T'ul lo miró en silencio durante unos segundos. Después, Na'em simplemente dejó de moverse. Su cabeza no cayó hacia delante. Sólo se quedó quieto, como si de repente se hubiese convertido en piedra.

El sol salió en el horizonte. Los niños corrieron a la cabaña de T'zama. En el pueblo iba a ser un día largo: había que designar a un Sabio.

4 comentarios:

  1. Antes habría que preguntarle al gran fuego ¿qué es un sabio?

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  2. Y como eligieran a otro, me veo a T'ul convertido en asesino en serie a base de tirar ramas al fuego... XD

    Fuera coñas, muy bueno, como siempre :-D Besito!!!

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    1. Intenté ampliarlo en su momento pero me atasqué...

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