martes, 31 de mayo de 2011

Tierra

El inspector de Policía Schmidt recibió la llamada a las dos de la madrugada, y a las dos y media ya se encontraba en el lugar, a veinte kilómetros de su apartamento. Se notaba que se había vestido a toda prisa y, obviamente, no se había preocupado de peinarse.

En el arcén había ya unos cuantos coches de policía y los árboles devolvían intermitentemente colores rojos y azules. Un par de hombres levantaban un cuerpo maniatado y cuya cara, según pudo ver el inspector, había sido quemada probablemente con ácido y era casi irreconocible... aunque él supo enseguida de quién se trataba, pero procuró que nadie viese su reacción.

Días después, la autopsia revelaba que se habían encontrado dos clases de tierra en los pulmones y el estómago de la víctima, lo que indicaba que había sido enterrado y luego desenterrado aún con vida y transportado hacia otro lugar donde volvió a ser sepultado hasta que se produjo la muerte. Quizá el primer lugar no fuese seguro, pensó el inspector, o tal vez se trate sólo de un juego macabro.

Lo que estaba claro era que el transporte se tuvo que haber hecho en muy poco tiempo, y aun así era francamente extraño que la primera capa de tierra encontrada en sus pulmones no lo hubiera matado casi inmediatamente.

La autopsia también reveló que más de la mitad de los huesos estaban rotos. Alguien había hecho un trabajo realmente meticuloso con aquel hombre. Y luego estaba la cuestión del ácido... ¿Antes o después de lo de los huesos? En cualquier caso, la víctima había sido sometida a un sufrimiento extremo y pese a ello había sobrevivido tal vez media hora o más. Era impensable.

Y sin embargo, el forense aseguró oír al inspector Schmidt decir varias veces: "Se lo merecía... No sé quién lo hizo, pero se lo merecía..."

lunes, 30 de mayo de 2011

Two years

You know that you came and you changed my world...

domingo, 29 de mayo de 2011

Mond

En medio de la oscuridad,
en medio de un silencio absoluto,
algo se movió entre los árboles.

Y vio la luna reflejada en alguna parte,
en los ojos del fantasma
y en el filo de un cuchillo.

Y la luna apretó la empuñadura
y clavó su acero en el pecho del hombre,
el acero ártico.

Y el hombre no sangró.
Y el fantasma no se movió.
Él seguía viendo la luna brillar en sus ojos.

jueves, 19 de mayo de 2011

Qué

No consigo recordar nada de ti. A decir verdad no estoy completamente seguro de que alguna vez hayas existido en otro lugar que no fuera mi mente. Veo una cama de dos por dos y pienso para qué iba yo a comprar algo tan grande si no fuera para dormir acompañado, y al final siempre me termino acurrucando cerca del borde y alguna vez me ha despertado el golpe contra el suelo. Luego me vuelvo a acostar en el mismo borde y estiro una mano hacia el otro lado por si estás ahí pero nunca te llego a tocar.

Y la verdad es que no te echo de menos en absoluto pero esta tarde me aburría y me ha dado por pensar si recordaba algo de ti, y he tratado de imaginarme de qué color era tu pelo o si tus ojos eran claros u oscuros, pero por olvidar he olvidado hasta cómo te llamabas. ¿Elena? ¿Claudia? ¿Rosa? Ni puta idea. Me vienen muchos nombres a la cabeza pero ninguno de ellos pertenece a nadie que haya conocido alguna vez. Y he pensado que tal vez podríamos cruzarnos por casualidad en alguna cafetería uno de estos días y sentarnos juntos en una mesa. Hola, qué tal, me llamo X, encantado, Z, ¿te gusta el cine?, ¿pasear por el parque?, ¿los aviones?, ¿los relatos cortos? (tengo un blog), ¿los animales? Porque ni siquiera recuerdo si tenías perro y, si lo tenías, he olvidado también su nombre.

Pero hay algo aún más inquietante: no sólo no estoy seguro de que hayas existido alguna vez sino que tampoco sé si alguna vez pasó algo entre nosotros. ¿Viviste conmigo una temporada? ¿Viví yo contigo? ¿Nos queríamos, nos odiábamos? ¿Tenías críos? ¿Solíamos leer en la cama alguna vez? ¿Qué leías tú? ¿Y qué leía yo?

Deberías probar este juego alguna vez. Es muy sencillo, sólo pregúntate si sabes quién soy, de qué color tengo los ojos, en qué trabajo, si me gustan los perros o prefiero los gatos, si voy al cine con frecuencia y si entonces veo dramas o películas de acción, si me gusta De Niro o era Al Pacino, si me va el steampunk, si he leído algo de Zola o de Dostoievski o de ese coñazo de Proust, si me gusta la comida basura o soy un tío sano. Pregúntate cómo me llamo, ¿Juan?, ¿Alberto?, ¿Arturo? Es más, cuando no logres encontrar respuestas, yo te preguntaré: ¿existo realmente? ¿He existido alguna vez?

sábado, 7 de mayo de 2011

Cosas que no fueron como esperábamos

Abro los ojos cuando empieza a llover. No sé qué hora será pero todavía no ha amanecido. Por alguna razón imagino que no serán más de las cinco. No hay nadie por aquí, nadie paseando, nadie bebiendo en algún banco, nadie armando bronca.
Los periódicos están por el suelo, empapados, y yo me muero de frío, así que me levanto y me pongo a andar. Subo por la rambla hasta el Parque del Milenio y me meto por San Tomás en dirección al puente. Allí me quedo viendo la autopista, unos pocos coches, algunos camiones, el bloque de casas que hay más allá, por delante de donde vivíamos antes, donde se empiezan a encender algunas luces.
He quedado en ir hoy a verte. Cruzo el puente y se pone a llover más fuerte, pero no tengo con qué taparme y me meto en el primer portal que encuentro abierto, y me siento en el suelo a esperar a oscuras a que deje de llover. Pero alguien baja por las escaleras y me echa de allí, me dice que ahí no puedo mendigar, que ese portal es privado. Es curioso, ¿verdad?, te dejas barba y la gente te confunde con un mendigo, pero tú sabes bien que nunca he pedido nada a nadie.
Mientras camino en dirección a Los Patos, empieza a llover más fuerte y la niebla se instala por las calles. La gente corre con sus paraguas de un lado para otro y los coches mueven sus limpiaparabrisas frenéticamente. Yo llego adonde estás tú, abro la verja y voy directo hacia ti, y allí me arrodillo humildemente y me pongo a hablar contigo.
Siento decirte que las cosas no fueron como pensábamos, que nada está bien; que mamá se fue y nadie sabe dónde está; que Julia y yo discutimos otra vez y yo estoy en la calle como un perro. Ya lo sé, no es lo que esperabas oír.
Como ya te conté, Mike murió hace dos semanas. Tenías razón en desconfiar de mí, nunca he sabido cuidar de nadie, ni siquiera de mí mismo. Se dijo que era un virus y que por algún motivo su cuerpo no se defendía contra él, pero eso no me hace sentir mejor.
Quizá le has visto ya, a lo mejor está ahí contigo ahora, abuelo y nieto juntos de nuevo, esperando por mí. O a lo mejor no hay segundo acto en esta mierda de teatro, a lo mejor todo se acaba aquí y ya está, y yo no vuelvo a veros nunca, quién puede saber eso. Hablar contigo me hace sentir mejor pero no sé si realmente me escuchas. No sé si Mike está ahí contigo sentado en tus rodillas o si simplemente estoy haciendo el imbécil hablando con una piedra.
Ojalá pudieras responderme, ojalá pudieras decirme que estás ahí y ojalá pudieras volver conmigo calle arriba, volver a casa a por mamá, decirle que se ponga guapa, que os venís a comer con Julia y con Mike y conmigo. Ojalá pudiéramos hablar como antes y ojalá yo no estuviera aquí arrodillado bajo la lluvia mirando sin más cómo el mundo se me cae encima.
Pero nada de eso puede ser, porque todo salió al revés de como nos lo habíamos imaginado.

jueves, 5 de mayo de 2011

Diálogo

-¡Quita de enmedio, basura!
Frank casi derribó al muchacho que les había salido al paso para pedirles dinero, y habría pasado sobre él, como se pasa sobre un felpudo o una moqueta, si hubiera sido necesario para no tener que detener la marcha.
Paseaba con su amigo Joseph por una de las calles menos transitadas de las afueras de la ciudad, hablando sobre la guerra que estaba cada vez más cerca, sobre la comida que ya empezaba a faltar en los estantes de los centros comerciales, sobre el hambre que ya se dejaba notar incluso en las calles del centro, donde los carteles de Se vende habían invadido las fachadas de las casas de la Avenida Marie Curie y de la Rambla Los Limoneros. Hablaban también de la incompetencia del gobierno conservador, que negaba todos aquellos problemas y hacía oídos sordos a las necesidades del pueblo; y, en definitiva, conversaban sobre temas que a Frank solían ponerle nervioso, en parte por lo delicado de los temas y en parte porque era de temperamento alterable; y, pese a todo ello, sabía mantener las formas en casi cualquier situación y era raro verle acelerar el paso o alzar la voz a cualquier persona.
-¿Estás bien, amigo? -le preguntó Joseph unos segundos después.
-¡Sí, sí!, perfectamente. Pero espera, no pases por ahí, demos un rodeo ahora que no vienen coches.
-¿Qué ocurre? -quiso saber Joseph.
-Hay gatos descansando ahí.
Efectivamente, había dos gatos acostados en medio de la acera: uno pequeño, con manchas negras, marrones, amarillas y blancas, y una hembra de color blanco, más grande y que, a juzgar por el tamaño del vientre, debía de estar preñada. El sol les daba de lleno y no se les veía con intención de moverse mientras no fuera imprescindible.
-¿Te dan miedo los gatos? -preguntó Joseph. Frank soltó una carcajada.
-No, hombre, en absoluto. Es sólo que no quiero molestarlos.
-¿Molestarlos? Hace un minuto has estado a punto de tirar al suelo a un muchacho sólo porque se ha acercado a pedirnos dinero; ¿cómo puedes ahora mostrar deferencia por unos gatos?
Frank abrió los ojos como si la pregunta fuera tan obvia que responderla le hiciese sentir estúpido.
-Naturalmente, los gatos me inspiran muchísimo más respeto que la mayoría de las personas.
-Pero ¿cómo puedes sentir más respeto hacia criaturas de otras especies que hacia tus semejantes?
-¿Semejantes? ¿Qué es para ti un semejante? ¿Un parásito como el que nos acabamos de cruzar es un semejante?
-¡Vamos, vamos! -contestó Joseph alzando la voz-, nos pide una moneda y ya le llamas parásito. ¿Qué sabes sobre él? ¿Qué sabes sobre su vida? Sólo sabes que se acercó a ti y te pidió que le echaras una mano. ¡Y tan pronto le juzgas! ¿Qué pasaría si mañana fueras tú quien necesitara que alguien le echara una mano? ¿Te gustaría que dijeran de ti que eres un parásito? Entérate primero, Frank, y di luego lo que tengas que decir.
-No es la primera vez -dijo Frank antes de que Joseph terminase de hablar- que me cruzo con ese parásito. De hecho, me lo encuentro varias veces por semana. Siempre me sale al paso y me pide "una moneda, algo suelto". Yo, como es natural, no le doy nada por dos razones: porque ser amable con alguien que te pide dinero significa que lo tendrás pegado al trasero hasta el fin de tus días... y porque el reloj, los anillos y las cadenas de oro que lleva colgadas al cuello no son las de alguien que pasa hambre precisamente.
»La semana pasada llegó incluso a amenazarme para que le diera la cartera. Me dijo que sabía dónde vivía y que más me valía tener cuidado. Recuerdo que me reí porque me parecía una de esas películas policiacas de bajo presupuesto, uno de esos bodrios surrealistas que nadie se cree. Imagínate: el niño pijo que quiere ser un tipo duro. Desechos, Joe, inmundicias. Donde tú ves un semejante, yo sólo veo basura.
Joseph le miraba con incredulidad, tal vez por saber que su amigo había sido amenazado, pero más probablemente porque aquella forma de pensar y de ver a los demás no encajaba con su propia cosmovisión fueras cuales fueran las circunstancias. Él siempre veía y trataba a los demás como iguales por el hecho de que los demás también eran humanos, y, por supuesto, nunca se le habría ocurrido poner a un par de gatos por encima de una persona. La actitud de Frank le parecía exagerada y hasta artificial, pero el tipo de actitud artificial que resulta peligrosa si llega a calar profundamente en el espíritu de alguien. Su forma de pensar por un lado le asustaba y por otro le indignaba, especialmente por haber descubierto tan tarde que su amigo no era quien él había pensado desde un principio.
Sin embargo, siguieron caminando en silencio, atendiendo a sus propias reflexiones, callados como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar. Atravesaron un sendero de guijarros flanqueado por álamos frondosos que oscurecían el camino, y Joseph pensó, en broma pero amargamente, que su amigo podría matarle en ese mismo lugar y huir antes de que nadie se diera cuenta. Se planteó que quizá también era basura ante sus ojos por no compartir sus ideas. ¿Quién lo habría dicho de alguien como Frank, siempre tan educado y tan amable? Y sin embargo, ¿no era esa clase de gente la que resultaba más peligrosa? Existen sapos de vivos colores que alertan de un veneno letal y animales que enseñan sus colmillos para advertir a sus depredadores que no deben acercarse un solo paso más, pero ¿cuál es la señal que avisa de que una persona esconde pensamientos como los de Frank?
-Dime una cosa -dijo finalmente Joseph, y se quedó en silencio unos segundos pensando cuál era la manera más adecuada de plantearle la pregunta-: ¿Crees que todo el mundo tiene los mismos derechos?
-¿Tiene que ver con la conversación de antes? ¡Vaya!, ya me había olvidado de eso. Pues bien, legalmente y en teoría, si están bajo el mismo sistema jurídico, sí, claro. Dicen que la ley es la misma para todos, ¿no?
-No me refiero a eso -dijo Joseph indignado-, lo sabes perfectamente. Me refiero a si crees que todos merecemos las mismas cosas, las mismas oportunidades...
-Pues verás, no estoy seguro de que alguien que arroja ácido a su mujer a la cara por ir enseñando un tobillo o alguien que secuestra a una niña pequeña para violarla y matarla tenga el mismo derecho que tú y que yo a salir a la calle, si entiendes lo que quiero decir.
Joseph guardó silencio. Había aún otra pregunta que quería hacer desde hace rato:
-¿Crees en la pena de muerte, Frank?
-Bueno, verás, creo que veinticinco personas inocentes son más valiosas que un asesino que afirma que matarlas es el camino hacia la independencia de su pueblo. Si deshacerse de un asesino fuese la única manera de evitar que murieran personas inocentes, entonces, sin lugar a dudas, habría que quitarse de encima ese lastre.
Habla como de un mero trámite, pensó Joseph. Deshacerse de un ser humano, como quien se deshace de una chaqueta vieja.
-De todas formas -continuó Frank-, ¡deshacerse de un asesino sin haberle hecho pagar por sus crímenes...!
Siguieron caminando por el sendero de guijarros bajo los álamos. El sol estaba descendiendo y la luz anaranjada dejaba ver las inmensas nubes de mosquitos por todas partes. Caminaron una hora entera más y en ningún momento de aquella tarde volvieron a dirigirse la palabra.

martes, 3 de mayo de 2011

El borracho

El borracho siempre se sienta en el último taburete del bar Em. Cada noche, cuando la gorda Mariam se acerca llave en mano a abrir la reja, se lo encuentra allí, como un perro obediente, sentado en el escalón, mirando hacia ella sin decir nada, con su larga barba blanca, su calva llena de lunares y manchas en la piel y sus viejas sandalias gastadas. Ella le sonríe y él le devuelve la sonrisa, y cuando abre la puerta entran juntos y él va directamente al fondo. No hay palabras, ya no hacen falta, la gorda Mariam le sirve su whisky y él lo va tomando sorbo a sorbo mientras ella lo prepara todo para recibir a los demás clientes.

Desde ese momento y hasta que llegan las cuatro, el borracho no separa ni un momento su vista de la copa. De vez en cuando sonríe mientras da vueltas al vaso con los dedos. Sonríe como si recordara algo, pero tiene una sonrisa triste y, después de un espasmo muy leve y casi imperceptible, señal de que habría empezado a reírse quizá si fuera treinta o cuarenta años más joven y la persona que ahora sólo le hace reír en recuerdos estuviera frente a él, niega con la cabeza y apura su copa. Entonces, si la gorda Mariam lo ve, y siempre lo ve, coge del estante la botella de whisky barato y le sirve otro vaso, y él la mira un segundo como diciendo "Gracias", aunque no diga nada, y vuelve a su copa.

Mientras tanto, en el bar, los jóvenes beben, bailan y se ríen, se gastan bromas, se comen a besos, se emborrachan, brindan por los años recién cumplidos o por los futuros novios o por el futuro divorciado o divorciada, orinan en las esquinas y vomitan en cualquier acera. Nadie mira al borracho, nadie le dirige la palabra, nadie le pregunta si se encuentra bien o qué hora es, nadie se ríe de él ni de sus sandalias ni de que esté allí solo noche tras noche sin hablar con nadie. Por eso se siente bien allí, porque le dejan en paz con sus pensamientos y nadie le interrumpe cuando recuerda algo que le hace gracia o a esa persona con la que le gustaba salir y compartir sus noches años atrás. Ahora ya no hay motivos para hablar, no hay nadie que pueda hacerle reír ni mostrarse lo bastante amable con él como para alentarle a tener una conversación. Si alguien se le acercase y le dijese cualquier cosa, lo que fuera, sencillamente no sabría qué contestar.

Y llegan las cuatro y la gorda Mariam le dice Es hora de cerrar, amigo, no te preocupes, te lo apunto, ya me lo das otro día. Y el borracho se levanta tambaleándose y camina hacia la puerta y después se va calle arriba. Su apartamento siempre apesta a insecticida porque tiene una plaga de cucarachas, pero ya está acostumbrado y no le afecta. Da un portazo, va a la nevera y saca una botella de cerveza. La que está al lado se cae y se hace añicos pero ya lo limpiará mañana; mañana, cuando se encuentre mejor o no le dé tanta pereza. Ahora se recuesta en el sofá y da un trago a su botella, y piensa: Qué bueno que haya algo que sí te alivie ese otro dolor.