martes, 26 de abril de 2011

Adónde vamos

Suelo preguntármelo. Adónde vamos. Dónde está la meta y qué camino lleva hacia ella.

La llama de una vela aromática tiembla en un vaso de cristal sobre la mesa. Ya queda muy poca cera y huele más a quemado que a melón. Es un olor agradable, muy parecido al del humo de las cerillas.
La lluvia de hace un rato ha dejado el aire húmedo. La gente corría a refugiarse en cualquier portal cubriéndose la cabeza con el periódico, el maletín, la chaqueta o cualquier cosa que tuvieran a mano. Viendo el terror que despierta, se podría pensar que lo que cae es lluvia ácida.

Cada mañana, al ir a trabajar, me cruzo con una chica de unos treinta años, muy orgullosa ella, y muy altanera, de las que no saben mirar si no es por encima del hombro. Suele ir engullendo más que comiendo un enorme cruasán y, debido a su obesidad, camina con los brazos muy abiertos, como los culturistas.
Hoy me crucé con ella en un callejón que separa un edificio en construcción del solar donde están los materiales. En cada extremo del callejón hay una señal: Peligro: carga suspendida. No está prohibido pasar, simplemente no está de más que mires hacia arriba.
Y allá fue ella: a mitad de camino, miró hacia arriba, se cubrió media cabeza con una de sus diminutas manos y echó a correr -si entendemos por correr el hecho de dar pasos la mitad de largos pero el doble de rápidos, lo que, por algún extraño prodigio, debió de darle la sensación de ir más deprisa y estar, por tanto, menos tiempo expuesta al peligro.

Supongo que, en el caso de la lluvia, lo de cubrirse la cabeza tiene sentido hasta cierto punto. Pero cuando lo que amenaza con caerte encima es una carga de quinientos kilos, tal vez cubrirse o no cubrirse con una mano no signifique una diferencia muy importante.

A lo mejor nos confiamos demasiado. A lo mejor es porque no somos conscientes del peligro. Corremos a toda velocidad pero no sabemos hacia dónde, y mientras llegamos y no llegamos somos espectadores del paso de los días, las semanas y los meses, que caen sobre nosotros como una carga de hormigón contra la que apenas si alcanzamos a cubrirnos con el dorso de una mano. Y cuanto más tratamos de correr, más cortos son nuestros pasos.
Entonces me pregunto si sólo trabajamos para nosotros o si nuestro trabajo sirve para mejorar algo, para cambiar las cosas, para resucitar realmente este cadáver de país a pesar del titánico esfuerzo de políticos y empresarios para hundirlo cada vez más y más en el estiércol.
¿Tenemos todos una meta en común o recorremos caminos individuales?

En el tranvía, un chandalero con diez mil cadenas en el cuello y un anillo en cada dedo se sienta frente a mí. A pesar de que aún está oscuro, lleva puestas las gafas de sol y las sujeta por la patilla entre dos dedos, como si tuviera miedo de que se le cayeran al suelo. Tiene la cabeza ladeada de una forma extraña y la mantiene inclinada ligeramente hacia arriba. ¿Habrá visto algo en el techo? Miro en esa dirección pero no veo nada que se salga de lo común.
Entonces el móvil que lleva en la mano empieza a hacer un ruido desagradable, como si algo se hubiera roto. Caigo en la cuenta de que es reggaetón. Quizá sí que hay algo roto, pienso.
Él empieza a menear la cabeza arriba y abajo, arriba y abajo, sin soltar las gafas. Apenas se entiende la letra, es como si hubieran pasado un idioma entero por una trituradora de basura. -Pienso que antes solía gustarme el castellano. Decido que eso no lo es-. Él sigue con su extraño baile y me parece una de esas figuras que se ponen en el salpicadero del coche: uno de esos perros de cuello de goma.
Me pregunto cuál es su meta en la vida.

Después llego a mi parada. Trabajo en un barrio en que en vez de aceras hay campos de minas. Es difícil sortear con éxito todos los excrementos de perro que hay repartidos por todas partes, pero con el tiempo se convierte en algo rutinario.
Y eso es lo que me preocupa, lo fácil que es a veces acostumbrarse a caminar entre mierda de perro. Me preocupa que con el tiempo los contornos de las percepciones se difuminen y lo que parecía malo parezca después menos malo. Me preocupa que un día dejemos de discernir entre lo que nos conviene y aquello a lo que nos hemos acostumbrado. Me preocupa que las ambiciones se mezclen con los caprichos y que la necesidad se confunda con el deseo. Me preocupa esta pérdida de identidad.
Y sin embargo no dejo de preguntarme si los deseos individuales son compatibles con los deseos colectivos, como si la respuesta fuese a cambiar a fuerza de repetir la pregunta. No, obviamente no. Cada uno tiene sus deseos, sus planes, sus proyectos. ¿Cómo vamos a remar todos en la misma dirección?

La vela tiembla un poco más y se apaga. Queda el humo formando extrañas figuras en el aire. Abro la ventana y la habitación se impregna de olor a tierra mojada.

lunes, 18 de abril de 2011

Dolor

El hospital era una hilera interminable de pasillos de azulejos blancos y tubos fluorescentes, algunos de los cuales parpadeaban dando al lugar un aspecto triste y desolado.

No corrió; no tenía motivos para hacerlo. No había prisa por llegar a ninguna parte, no existía ya nada urgente. Supo en qué habitación se encontraba el hombre y se encaminó con calma hacia el ascensor, pulsó el botón de la cuarta planta y, cuando se abrieron las puertas, tomó el camino de la izquierda y después torció a la derecha, y allí estaba la 406 con la puerta cerrada. Apoyada contra la pared se encontraba la viuda y, hablando con ella, el doctor que lo había tratado, un hombre de mediana edad, pelo blanco y que nunca sonreía. El color blanco lo impregna todo, pensó él, y la idea no le agradó.

Se acercó muy lentamente y sólo cuando estaba a un metro de la mujer levantó ésta la cabeza para mirarle. Tenía los ojos muy rojos, como es natural, y el médico interrumpió su discurso mientras él le daba el abrazo de rigor. Tenía una cierta simpatía por aquella mujer y en cierto modo sentía lástima de lo ocurrido, pero sólo en cierto modo; sólo en lo que a ella respectaba.

El médico y él se saludaron escuetamente y, volviéndose hacia la mujer, el doctor concluyó poniéndole suavemente una mano en el hombro:

-Por lo menos tiene el consuelo de que no sufrió. -Luego se despidió con un gesto y se alejó por el pasillo hacia el ascensor de personal.

"No sufrió", repitió él en su mente. ¿Qué sabía aquel médico? ¿Estaba él en la mente del viejo cuando su corazón dejó de latir? ¿Acaso el cerebro dejaba de captar señales de dolor justo en el preciso instante en que el corazón se paraba? Por supuesto, la frase era siempre, en cierta medida, un consuelo para las familias. No sufrió, no hubo dolor, ni siquiera supo que algo no iba bien. No supo que su corazón se había parado ni comprendió que su pecho estaba rígido y por eso no podía tomar ni expulsar aire. No sintió nada cuando le subieron a la ambulancia y trataron de reanimarle con una descarga eléctrica. ¿Quién podía saber realmente lo que se siente?

Y sin embargo, ¿qué importaba aquello? Sus pensamientos no iban a ayudar a la mujer. Y por otra parte, ¿qué obligación tenía él de consolar o de ayudar a nadie? Bastante había hecho con ir allí. No, al diablo con aquello, ¿por qué tenía que fingir? Odiaba al viejo. Durante años había tenido que sufrir sus humillaciones y pagar sus errores. Era estúpido, y la gente estúpida es el cáncer de la humanidad, un obstáculo para el progreso, una molestia, un estorbo, las células del órgano vestigial de la evolución del mundo... de modo que su muerte sólo podía significar algo positivo.

Mientras pensaba esto, la puerta se abrió y dos celadores salieron con la camilla y el cuerpo cubierto con la sábana con el logotipo del hospital. No le costó reprimir las lágrimas; sencillamente no las había. Al contrario, se sintió como liberado de un gran peso. Antes de verlo, cuando recibió la llamada para informarle del accidente, no se lo había llegado a creer por completo. Fue sólo entonces, cuando distinguió su silueta bajo la tela blanca traslúcida, cuando la noticia se convirtió para él en una realidad. Y si sonrió fue porque sabía que, de alguna manera, el hecho de haber deseado durante tanto tiempo y con tanta fuerza aquella muerte había tenido un peso casi definitivo en el transcurso de los acontecimientos.

jueves, 14 de abril de 2011

Tristeza

Atravesamos un lúgubre pasillo flanqueado por antorchas que envolvían a mi acompañante -e imagino que a mí mismo- en una luz anaranjada que me produjo escalofríos. Las paredes eran de piedra y apenas si alcanzábamos a ver el suelo, donde ocasionalmente podía percibirse de reojo el rápido movimiento de algún ratón o algún insecto.

Doblamos una esquina y entramos en otro pasillo más estrecho, a cuya derecha había una vieja y destartalada puerta de madera. Nos detuvimos frente a ella y, mientras el encapuchado buscaba una llave en una de sus bolsas, llegaron a mis oídos, claros como la luz de la luna, extraños ruidos, llantos y gemidos procedentes del interior. Quise escapar de allí, rogar a aquel hombre que diésemos media vuelta y regresáramos por donde habíamos venido, pero la curiosidad, o tal vez el morbo, si alguien prefiere llamarlo así, pudo finalmente más que el miedo, y esperé pacientemente a que la llave girase dos vueltas y la puerta se abriese con un quejido.

Con gran timidez asomé la cabeza y, a medida que las pupilas se fueron adaptando a la oscuridad reinante de aquella celda o cuarto, comencé a distinguir una pálida forma agazapada que, según pude adivinar, me miraba con la misma curiosidad con que yo la observaba a ella. Y, después de unos segundos en absoluto silencio y quietud, aquella forma empezó a moverse sin ningún orden y a emitir agudos chillidos y llantos y a golpearse la cabeza contra la pared. Una cabeza que, como pude observar, carecía por completo de cabellera.

Entré, precedido por mi compañero, con el temor de que aquel ser pudiese atacarnos o hacernos algún daño. Pero no lo hizo, y si a alguien causó dolor fue a sí mismo, infligiéndose castigos que superaban lo que un ser humano normal podría soportar, como tratar de sacarse los ojos con los dedos o morderse los brazos con tanta fuerza que se arrancaba trozos enteros de músculos y los escupía sin el menor gesto de dolor.

Hube de apartar la vista y la dirigí al suelo. Algo llamó mi atención y me agaché, extendí la mano y cogí un gran mechón de pelo largo. Enseguida lo solté y miré al encapuchado, que, sin devolverme la mirada, dijo con frialdad:

-La tristeza es uno de los múltiples caminos hacia la locura.

martes, 5 de abril de 2011

El rumbo

-Capitán -dijo el timonel en voz baja.
-¿Sí?

A pesar de que se encontraban a tan sólo unos metros el uno del otro, la voz del capitán sonaba lejana y triste, como un eco de algún tiempo no muy lejano en que uno hubiera podido levantar la mirada, sacar pecho y hablar en un tono que denotara seguridad en sí mismo. Un tiempo que sin duda había pasado ya.

El timonel permaneció en silencio buscando las palabras adecuadas para no transgredir los límites de su rango, aunque lo haría si fuera necesario. Era urgente tomar medidas, las que fueran, y el capitán no parecía tener intención de tomarlas por sí mismo.

-Mi capitán, nos encontramos muy cerca de la Antártida, en medio de ninguna parte. Hace días que no conseguimos pescar en esta zona, la comida escasea y el vigía está gravemente enfermo a causa del frío.
-¿El vigía?
-Sí, señor, el médico ha dicho que probablemente no llegue a mañana.

La noticia no pareció tener ningún efecto sobre el rostro del capitán. Se había vuelto imperturbable, insensible al dolor ajeno, incluso apático. No era en absoluto un hombre despiadado, no buscaba hacer sufrir a los demás, pero aquella actitud que había ido desarrollando desde los diez días anteriores ponía en serio peligro a los demás tripulantes, y parecía no importarle lo más mínimo.

Tras esperar inútilmente una respuesta por parte del capitán, el timonel continuó:

-Señor, necesitamos una orden, un rumbo que seguir. Si seguimos al pairo...
-Lo sé -interrumpió el capitán.

No dijo nada más. Se mantuvo en silencio, de espaldas al timonel, mientras éste buscaba alguna respuesta en el reflejo de su cara en el cristal. El mínimo cambio de expresión, la mínima señal que pudiera interpretar como una orden. Entonces pediría al capitán permiso para retirarse, iría en busca de sus mapas, se izarían las velas y la nave viraría hacia el nuevo destino. Todos se pondrían a trabajar y tendrían la posibilidad de regresar a casa algún día.

Pero la orden no llegaba y el viento cada vez era más frío.