viernes, 18 de marzo de 2011

La hora del señor Medina. Capítulo VIII

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo VII

La ciudad estaba en calma – otra vez –. La lluvia persistía. Y Urso hizo lo único que en ese momento se le ocurría hacer: volver al hotel Heiter, a la habitación que aún tenía contratada. El último día había sido como una lata de refresco; una lata engañosa que dejaba salir la espuma disparada sin previo aviso y lo empapaba todo, manchándolo. Todo un estropicio: como sus últimas horas.

Había elegido simplemente el viejo hotel para convertirlo en un pozo oscuro y allí hundirse y oscurecerse poco a poco; y los últimos eventos habían sido un fogonazo que había iluminado esas tinieblas. Despertándole: molestándole. En el dormitorio idéntico: misma moqueta polvorienta; permanentes paredes cereza.

Era lo único que se le ocurría hacer, en principio. Pero más ideas vagas empezaron a chocarle en la cabeza, según subía las escaleras sin hacer caso del recepcionista que le saludaba. Ideas que poco a poco agujereaban la carne para llegar a su cerebro, en el momento en que abría la puerta de la habitación. El Loch Lomond seguía ahí.

Y sí: entonces empezó a recorrer sus lagunas. No sabía si era producto de la enfermedad, sus adicciones triviales o las pesadillas pasadas. Pero estaban ahí: siniestras, brumosas, escocesas. Los lagos profundos que le velaban la memoria. Aguas negras en que no había nada: y de repente algo surgía. Monstruos.

Poco a poco fueron asomando tentáculos, cuernos, colmillos y ojos ardientes. Sangre, un hombre brutal golpeándole, golpeando a alguien delante de él. Como un disparo. El recuerdo; y de repente se miraba el torso, levantando la camisa: cicatrices. Poco a poco todo más claro en su memoria. Siempre había estado ahí pero ahora, ¿quién sabe? Quizá porque todo iba tan deprisa hacia ninguna parte se dibujaba más claro que nunca. El conocimiento de lo vivido – de lo sufrido –; su pensamiento era ahora un coche que se despeñaba ladera abajo, perdida la carretera, y en esos instantes absurdamente le daba por recordar. Violencia, odio, desprecio.

Urso encendió un cigarrillo. Y fue en aquel momento que se empezó a definir aún más la imagen que le había golpeado anteriormente: él mismo arrastrando un cuerpo inconsciente fuera de un maletero. Huyendo. Y casi ni se daba cuenta de que, mientras memoraba, las pastillas caían de sus dedos y se hundían en el whisky. Pero los letreros aparecían en sus ojos: amnesia, alucinaciones, arritmias. Quizá esto último fuera la solución, después de todo.

¿Por qué esperar a que se desplomase el barco? ¿Por qué aguardar a la asfixia del humo lento y angustioso pudiendo lanzarse a la gloria del incendio en un segundo? Y desaparecer, como un viejo edificio: sólo madera y yeso, piedra y metales mal fundidos. Nada más. Entonces se acercaba por fin el vaso a los labios, la copa cargada de hielos y cápsulas conteniendo la nada: la nada que él sería. Y de repente, el teléfono.

Contestar fue casi un acto de superstición: la casualidad de la última llamada en el momento inoportuno. Demasiado perfecto para resistirse a la duda; incluso ante el abismo desconocido los hombres no pueden renegar de su curiosidad impertinente.

- ¿Señor Medina? – se escuchó la familiar voz gris –. Le llamo de recepción. Tiene usted una visita.

- ¿Una visita? – replicó Urso –. No estoy.

- De acuerdo, señor. – aceptó el otro – Pero permítame decirle que es muy urgente, la señorita parece muy nerviosa. A lo mejor es grave…

- ¿Es una mujer?

- Sí, señor Medina. Pero no dijo nombre.

Urso se apartó del auricular y dio dos largas chupadas al cigarrillo. Mientras exhalaba el humo contestó:

- Que suba.

Abrió la puerta de la habitación y se sentó frente a ella, sin soltar su copa ni su pitillo. Fue larga la espera; casi podía escuchar el crujido del ascensor, los engranajes temblando y las sufrientes cadenas que penaban para alzar edificio arriba la caja pesada y vieja. Los pasos presurosos hasta alcanzar el umbral; y entonces, en efecto, la mujer:

- ¿Urso Medina?

Era extremadamente parecida a su hermana, Aurora Fuenllana, a la que recordaba por sus complicados negocios con el señor, criminal Basella. Parecía más pequeña en edad por su porte y figura; pero tenía el aspecto más avejentado. Los pelos y el cabello claros carentes de cualquier brillo, la cara hundida por ojeras profundas. La piel tan morena pero mucho más cetrina, enfermiza. En su rostro creía ver el paso de miles de años de desasosiego e intranquilidad; tal vez drogas o tal vez miedos de otro tipo. Entonces contestó:

- Es usted Natalia Fuenllana.

- ¿Me recuerda usted? – preguntó ella, con prisa.

- No. Pero hace poco he visto a alguien que le busca y se le parece a usted…

- Muy bien, ya lo sé. – interrumpió ella – Eso ahora no me interesa. Tengo que hablar contigo y no hay mucho tiempo.

La mujer cerró la puerta tras de sí y se sentó cerca de Medina, pero guardando cierta distancia. Él no pasó por alto el improvisado tuteo; empezó a escucharla pero sus palabras no terminaban de llegarle correctamente. Le rebotaban en la cabeza adormecida, preso como estaba de aquel insano duermevela.

- Empezaré diciendo que te estoy agradecida, Urso. No sé por qué pero me salvaste la vida: de no ser por ti estaría muerta. Sin embargo tú formabas parte de todo aquello. Y precisamente porque eres el único de quien puedo recordar algo bueno, también eres el único que puede ayudarme: necesito tu ayuda.

Con una estúpida curiosidad, casi risueño por el efecto del alcohol y de sus propios dolores – el pecho le ardía – Urso preguntó:

- ¿Por qué no has aparecido en todos estos años?

- Es obvio – respondió ella – que Gerard Basella es un tipo con mucho poder que ya había intentado matarme. Simplemente tuve miedo. Abandoné España: Portugal primero. Podría contártelo todo pero sería muy largo. Sólo debo decir que cuando me sentí con valor para volver ya no tenía motivos para hacerlo…

- Vaya… - susurró él – alguna historia interesante por allí fuera, ¿verdad? Te vino bien después de todo. Parece de película…

- Déjate de estupideces – cortó ella, molesta –. Esto es lo que vamos a hacer, te lo explicaré. Durante todos estos años he estado reuniendo información sobre Basella y todos sus negocios turbios. Empresarios, banqueros, jueces y políticos: nadie se libra. Mierda demasiado sucia para que podamos tocarla sin peligro. Pero sí podemos hacer que se la coma él toda. Los demás no me preocupan. Porque es algo personal…

- ¿No vas a agradecerme lo que hice? – la interrumpió él, cada vez más borracho, mientras se servía otro Loch Lomond.

- Tengo una fijación personal contra Basella, como es obvio – continuó ella, fingiendo no haber escuchado a Urso –. Todo lo que tengo sobre él irá a la prensa. Lo prepararemos para que se coma toda la responsabilidad de sus actos. Él solo.

- Bien – contestó Medina – y yo, ¿qué tengo que ver ahí?

- Como comprenderás, es un asunto muy peligroso…

Urso se frotó los ojos con fuerza y, tras encender otro cigarrillo, intentó sobreponerse a sus mareos y al hervor de su pecho para razonar.

- Me parece muy bien que hayas superado tus miedos y hayas vuelto – dijo –. Pero por muy valiente que te sientas, es cierto que Gerard es un hombre poderoso y con muchos amigos más poderosos que él. Si haces todo lo que dices, puedes verte en problemas.

- Ahí es donde entras tú. – contestó Natalia. Después se quedó callada.

En silencio totalmente, durante un pequeño rato. Como si no se atreviese a seguir. Luego dijo con voz grave:

- Hacer saber los asuntos turbios de Basella es sólo una cuestión de honor. El motivo por el que intentó matarme, y por el que pagará. Quiero que su nombre quede mancillado para siempre; y el de toda su familia. Sus hijos y sus nietos, recordados siempre con esa mancha, ¿lo entiendes?

- Muy épico… - contestó Urso –. Casi bíblico, diría yo. ¿Y qué? Te meterás igualmente en problemas.

- No si mato a Gerard Basella. – contestó ella –. No si, una vez destrozado para siempre su nombre, le devuelvo lo que le debo. Y ahí es donde tú entras, Urso…

- ¿Yo? – Urso casi se levantó de la butaca –. Yo no he matado a nadie en mi vida.

- Quizá no – contestó ella. – Pero has hecho cosas parecidas. Estuviste a punto de matarme a mí, aunque fuese sin querer. ¿Es tan difícil? ¿Librar al mundo de un tipo como Basella?

Medina se quedó pensativo.

- Gerard casi se ha portado bien conmigo en esta vida. – dijo con voz queda – Además, todo esto no tiene nada que ver conmigo, ¡maldita sea! ¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Qué saco yo con todo esto? ¿Por qué iba a interesarme?

Natalia se rió.

- ¿Por qué iba a interesarte, Urso? – replicó – Porque te estás muriendo. Sí, sí… no te sorprendas. Sé mucho de ti. He leído todo tu historial, ¿y qué? ¿Qué sacarías tú con todo esto?

La mujer se quedó callada y encendió, también, un cigarrillo antes de contestar.

- Irte de este mundo sabiendo que hiciste algo bueno.

2 comentarios:

  1. No, si al final va a morir si o si; lo divertido del relato es que te deja con la tensión de si al final terminará muriendo por su enfermedad o no xd

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  2. Aaaaahhhhhhhh quién lo sabe :P

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