jueves, 24 de marzo de 2011

Preocupación

Lo miré disimuladamente y enseguida advertí en su cara un gesto de preocupación. Tenía la mirada perdida en alguna parte del suelo de losetas de la cocina, y pestañeaba con muy poca frecuencia, lo que sin duda indicaba que dentro de su cabeza se libraba una batalla importante, una batalla decisiva y difícil que probablemente le mantendría despierto toda la noche. Enseguida tuve muy claro de qué tipo de contienda se trataba.

Quizá pasar la noche en vela no fuera tan grave después de todo. El sueño es una especie de atajo entre la noche y el día, entre hoy y mañana; un agujero de gusano entre dos puntos distantes del tiempo; y sé que él deseaba fervientemente que el día siguiente no llegase nunca. Lo deseaba porque sabía que el día siguiente no iba a ser fácil en absoluto. Así que algunas horas de tregua no le vendrían mal, aunque durante esas horas no tuviera más que pensamientos negativos.

Y llegó la hora de irse a la cama y él lo aceptó con resignación. Apuró su cerveza holandesa, una rubia malísima con un desagradable sabor a óxido, se levantó muy despacio de la silla, se calzó las zapatillas y fue arrastrando los pies muy despacio todo el camino hasta la puerta de la cocina. Luego lo oí un poco más a través del pasillo que llevaba hacia su habitación y poco después cerró la puerta. Yo apuré a su vez mi cerveza y pensé que ojalá pudiese evitarle de alguna manera aquel mal trago. Pero no podía.

domingo, 20 de marzo de 2011

Pequeño cuento oriental

En los primeros años del siglo XIII, antes de que Temuujin, que más tarde reinara en todo el imperio mongol con el nombre de Gengis Kan, sucediera a su padre como jefe de su tribu, Esugey Baatar se vio en el problema de encontrar un castigo ejemplar para un extranjero al que habían capturado y hecho preso por haber saqueado la casa de una de las familias de la aldea.

Durante siete días enteros, Esugey Baatar pensó y pensó sin descanso. Dormía muy poco, apenas si comía y sólo se movía lo necesario para cambiar su postura en la silla. En la aldea se decía que el jefe tenía un aspecto triste y hasta enfermo, pero, si bien es cierto que había adelgazado un poco y que el tono de su piel se notaba más pálido, lo que ocurría realmente es que estaba concentrado con todas sus fuerzas en encontrar un castigo para el extranjero.

Al cabo de esos siete días, un buen amigo suyo, que tenía fama de ser un hombre sabio, regresó de un viaje que lo había tenido ausente durante algunos meses, y lo primero que hizo fue ir a visitar a Esugey Baatar. Pero al llegar a la entrada de su casa, dos guardias le impidieron el paso y le explicaron por qué el jefe no debía ser molestado. Sin embargo, éste, que desde su silla podía ver el exterior, dijo:

-Dejadle pasar. -Su expresión cambió por completo, recuperó el color y la sonrisa y pareció volver a la vida de repente-. ¡Amigo mío -dijo-, qué alegría me da volver a verte! Siéntate en aquella silla y cuéntame de tus viajes.

El viajero obedeció, le relató con detalles los lugares por los que había pasado, los pueblos que había visto (donde no siempre había sido bien recibido), la gente que había encontrado y la música que había descubierto. Esto último le había causado un gran placer, porque el hombrecillo era un gran diletante. Le contó de instrumentos de los que nunca había oído hablar y recitó canciones que nunca había escuchado, y durante las horas que duró aquel relato el jefe también disfrutó enormemente.

-Y ahora, amigo mío -dijo el viajero cuando su relato hubo terminado-, explícame tú cuál es ese problema que te tiene tan ocupado.

Esugey Baatar le explicó su problema y el hombrecillo escuchó con la misma atención con la que antes había sido escuchado. Después, se acarició la barba durante unos segundos y finalmente dijo:

-Si, como dices, el ladrón está encerrado a la espera de encontrar un castigo apropiado para él, no es necesario que busques más.
-¿Quieres decir que sencillamente debemos dejarle encerrado?
-Así es -contestó el viajero.
-Pero debemos cortarle las manos o dejarlo morir de hambre, si no, ¿qué clase de castigo será?
-No, no será necesario llegar a eso -dijo el hombrecillo-. Morirá antes sin música que sin comida.

viernes, 18 de marzo de 2011

La hora del señor Medina. Capítulo VIII

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo VII

La ciudad estaba en calma – otra vez –. La lluvia persistía. Y Urso hizo lo único que en ese momento se le ocurría hacer: volver al hotel Heiter, a la habitación que aún tenía contratada. El último día había sido como una lata de refresco; una lata engañosa que dejaba salir la espuma disparada sin previo aviso y lo empapaba todo, manchándolo. Todo un estropicio: como sus últimas horas.

Había elegido simplemente el viejo hotel para convertirlo en un pozo oscuro y allí hundirse y oscurecerse poco a poco; y los últimos eventos habían sido un fogonazo que había iluminado esas tinieblas. Despertándole: molestándole. En el dormitorio idéntico: misma moqueta polvorienta; permanentes paredes cereza.

Era lo único que se le ocurría hacer, en principio. Pero más ideas vagas empezaron a chocarle en la cabeza, según subía las escaleras sin hacer caso del recepcionista que le saludaba. Ideas que poco a poco agujereaban la carne para llegar a su cerebro, en el momento en que abría la puerta de la habitación. El Loch Lomond seguía ahí.

Y sí: entonces empezó a recorrer sus lagunas. No sabía si era producto de la enfermedad, sus adicciones triviales o las pesadillas pasadas. Pero estaban ahí: siniestras, brumosas, escocesas. Los lagos profundos que le velaban la memoria. Aguas negras en que no había nada: y de repente algo surgía. Monstruos.

Poco a poco fueron asomando tentáculos, cuernos, colmillos y ojos ardientes. Sangre, un hombre brutal golpeándole, golpeando a alguien delante de él. Como un disparo. El recuerdo; y de repente se miraba el torso, levantando la camisa: cicatrices. Poco a poco todo más claro en su memoria. Siempre había estado ahí pero ahora, ¿quién sabe? Quizá porque todo iba tan deprisa hacia ninguna parte se dibujaba más claro que nunca. El conocimiento de lo vivido – de lo sufrido –; su pensamiento era ahora un coche que se despeñaba ladera abajo, perdida la carretera, y en esos instantes absurdamente le daba por recordar. Violencia, odio, desprecio.

Urso encendió un cigarrillo. Y fue en aquel momento que se empezó a definir aún más la imagen que le había golpeado anteriormente: él mismo arrastrando un cuerpo inconsciente fuera de un maletero. Huyendo. Y casi ni se daba cuenta de que, mientras memoraba, las pastillas caían de sus dedos y se hundían en el whisky. Pero los letreros aparecían en sus ojos: amnesia, alucinaciones, arritmias. Quizá esto último fuera la solución, después de todo.

¿Por qué esperar a que se desplomase el barco? ¿Por qué aguardar a la asfixia del humo lento y angustioso pudiendo lanzarse a la gloria del incendio en un segundo? Y desaparecer, como un viejo edificio: sólo madera y yeso, piedra y metales mal fundidos. Nada más. Entonces se acercaba por fin el vaso a los labios, la copa cargada de hielos y cápsulas conteniendo la nada: la nada que él sería. Y de repente, el teléfono.

Contestar fue casi un acto de superstición: la casualidad de la última llamada en el momento inoportuno. Demasiado perfecto para resistirse a la duda; incluso ante el abismo desconocido los hombres no pueden renegar de su curiosidad impertinente.

- ¿Señor Medina? – se escuchó la familiar voz gris –. Le llamo de recepción. Tiene usted una visita.

- ¿Una visita? – replicó Urso –. No estoy.

- De acuerdo, señor. – aceptó el otro – Pero permítame decirle que es muy urgente, la señorita parece muy nerviosa. A lo mejor es grave…

- ¿Es una mujer?

- Sí, señor Medina. Pero no dijo nombre.

Urso se apartó del auricular y dio dos largas chupadas al cigarrillo. Mientras exhalaba el humo contestó:

- Que suba.

Abrió la puerta de la habitación y se sentó frente a ella, sin soltar su copa ni su pitillo. Fue larga la espera; casi podía escuchar el crujido del ascensor, los engranajes temblando y las sufrientes cadenas que penaban para alzar edificio arriba la caja pesada y vieja. Los pasos presurosos hasta alcanzar el umbral; y entonces, en efecto, la mujer:

- ¿Urso Medina?

Era extremadamente parecida a su hermana, Aurora Fuenllana, a la que recordaba por sus complicados negocios con el señor, criminal Basella. Parecía más pequeña en edad por su porte y figura; pero tenía el aspecto más avejentado. Los pelos y el cabello claros carentes de cualquier brillo, la cara hundida por ojeras profundas. La piel tan morena pero mucho más cetrina, enfermiza. En su rostro creía ver el paso de miles de años de desasosiego e intranquilidad; tal vez drogas o tal vez miedos de otro tipo. Entonces contestó:

- Es usted Natalia Fuenllana.

- ¿Me recuerda usted? – preguntó ella, con prisa.

- No. Pero hace poco he visto a alguien que le busca y se le parece a usted…

- Muy bien, ya lo sé. – interrumpió ella – Eso ahora no me interesa. Tengo que hablar contigo y no hay mucho tiempo.

La mujer cerró la puerta tras de sí y se sentó cerca de Medina, pero guardando cierta distancia. Él no pasó por alto el improvisado tuteo; empezó a escucharla pero sus palabras no terminaban de llegarle correctamente. Le rebotaban en la cabeza adormecida, preso como estaba de aquel insano duermevela.

- Empezaré diciendo que te estoy agradecida, Urso. No sé por qué pero me salvaste la vida: de no ser por ti estaría muerta. Sin embargo tú formabas parte de todo aquello. Y precisamente porque eres el único de quien puedo recordar algo bueno, también eres el único que puede ayudarme: necesito tu ayuda.

Con una estúpida curiosidad, casi risueño por el efecto del alcohol y de sus propios dolores – el pecho le ardía – Urso preguntó:

- ¿Por qué no has aparecido en todos estos años?

- Es obvio – respondió ella – que Gerard Basella es un tipo con mucho poder que ya había intentado matarme. Simplemente tuve miedo. Abandoné España: Portugal primero. Podría contártelo todo pero sería muy largo. Sólo debo decir que cuando me sentí con valor para volver ya no tenía motivos para hacerlo…

- Vaya… - susurró él – alguna historia interesante por allí fuera, ¿verdad? Te vino bien después de todo. Parece de película…

- Déjate de estupideces – cortó ella, molesta –. Esto es lo que vamos a hacer, te lo explicaré. Durante todos estos años he estado reuniendo información sobre Basella y todos sus negocios turbios. Empresarios, banqueros, jueces y políticos: nadie se libra. Mierda demasiado sucia para que podamos tocarla sin peligro. Pero sí podemos hacer que se la coma él toda. Los demás no me preocupan. Porque es algo personal…

- ¿No vas a agradecerme lo que hice? – la interrumpió él, cada vez más borracho, mientras se servía otro Loch Lomond.

- Tengo una fijación personal contra Basella, como es obvio – continuó ella, fingiendo no haber escuchado a Urso –. Todo lo que tengo sobre él irá a la prensa. Lo prepararemos para que se coma toda la responsabilidad de sus actos. Él solo.

- Bien – contestó Medina – y yo, ¿qué tengo que ver ahí?

- Como comprenderás, es un asunto muy peligroso…

Urso se frotó los ojos con fuerza y, tras encender otro cigarrillo, intentó sobreponerse a sus mareos y al hervor de su pecho para razonar.

- Me parece muy bien que hayas superado tus miedos y hayas vuelto – dijo –. Pero por muy valiente que te sientas, es cierto que Gerard es un hombre poderoso y con muchos amigos más poderosos que él. Si haces todo lo que dices, puedes verte en problemas.

- Ahí es donde entras tú. – contestó Natalia. Después se quedó callada.

En silencio totalmente, durante un pequeño rato. Como si no se atreviese a seguir. Luego dijo con voz grave:

- Hacer saber los asuntos turbios de Basella es sólo una cuestión de honor. El motivo por el que intentó matarme, y por el que pagará. Quiero que su nombre quede mancillado para siempre; y el de toda su familia. Sus hijos y sus nietos, recordados siempre con esa mancha, ¿lo entiendes?

- Muy épico… - contestó Urso –. Casi bíblico, diría yo. ¿Y qué? Te meterás igualmente en problemas.

- No si mato a Gerard Basella. – contestó ella –. No si, una vez destrozado para siempre su nombre, le devuelvo lo que le debo. Y ahí es donde tú entras, Urso…

- ¿Yo? – Urso casi se levantó de la butaca –. Yo no he matado a nadie en mi vida.

- Quizá no – contestó ella. – Pero has hecho cosas parecidas. Estuviste a punto de matarme a mí, aunque fuese sin querer. ¿Es tan difícil? ¿Librar al mundo de un tipo como Basella?

Medina se quedó pensativo.

- Gerard casi se ha portado bien conmigo en esta vida. – dijo con voz queda – Además, todo esto no tiene nada que ver conmigo, ¡maldita sea! ¿Por qué no me dejáis en paz? ¿Qué saco yo con todo esto? ¿Por qué iba a interesarme?

Natalia se rió.

- ¿Por qué iba a interesarte, Urso? – replicó – Porque te estás muriendo. Sí, sí… no te sorprendas. Sé mucho de ti. He leído todo tu historial, ¿y qué? ¿Qué sacarías tú con todo esto?

La mujer se quedó callada y encendió, también, un cigarrillo antes de contestar.

- Irte de este mundo sabiendo que hiciste algo bueno.

viernes, 11 de marzo de 2011

Mutter

El llanto atraviesa la gruesa barrera de árboles y el viento lo transporta varios cientos de metros en dirección al río. A pesar del viento, la niebla persiste. Una niebla tan densa que oculta la luz de la luna.
A lo lejos se oye el tenue sonido del agua. La luz difusa de una linterna se abre camino hasta la orilla y poco a poco se va haciendo más nítida. Es una luz anaranjada, mortecina, débil. Tras ella hay un hombre delgado de pelo negro, vestido con ropa oscura. Rema despacio, muy despacio. Parece temer que la linterna pueda apagarse con el primer movimiento brusco.
Antes de llegar al borde del río, salta del bote y descuelga la linterna de proa. Coge también, con cuidado, un cuenco lleno de agua caliente en el que flotan trozos de pan. Ahora el llanto se oye aún más claro.
Se adentra en el bosque y camina alrededor de cien metros a través de un estrecho sendero, al final del cual hay un pequeño claro. Extiende el brazo con la linterna hasta encontrar una reja de acero oxidada en el suelo. Todo es oscuridad al otro lado.
Sin embargo, al ponerse de cuclillas y apoyar la linterna sobre la reja, descubre unos ojos blancos que le miran fijamente. El llanto cesa, y el dueño de los ojos se levanta del suelo y deja ver su cara con total claridad. Tiene la boca totalmente abierta, como si le sorprendiera enormemente la visita del hombre. Pero no le sorprende en absoluto; de hecho, le esperaba ansiosamente. O más bien esperaba lo que el hombre lleva en el cuenco.
Al mirar a la criatura, el hombre de la linterna siente estar mirándose en un espejo. La única diferencia entre uno y otro es el pelo. El pelo negro y espeso del visitante, del que el preso carece por completo.
Lo que ve la criatura es el esbozo de un rostro que refleja una tenue luz naranja. No aprecia el parecido, porque él mismo nunca se ha mirado en un espejo. Probablemente, si lo hiciera, tampoco sabría que la persona al otro lado es él mismo.
De repente empieza a golpear la reja. Está impaciente. Golpea sin querer la linterna y casi la hace caer. Los reflejos del hombre son lo que consigue salvarla y, con ella, la única fuente de luz con la que cuentan.
La criatura está desnuda y el color de su piel es blanco como la leche. Sigue mirando hacia arriba con la boca totalmente abierta y las pupilas escondidas tras los párpados entornados. Entonces el hombre coloca el cuenco sobre la reja y la criatura lo recoge con muchísimo cuidado. Se lo lleva a los labios y comienza a beber a grandes tragos, interrumpiéndose cuando encuentra un trozo de pan para masticarlo con las encías, aunque están ya tan reblandecidos que no es necesario.
El hombre espera a que la criatura termine para llevarse de nuevo el cuenco, pero, cuando aún no ha bebido más que cinco o seis tragos, se le resbala de las manos y cae al suelo, rompiéndose en mil pedazos y haciendo que la criatura se corte los pies al intentar recoger los trozos de pan. Ahora los llantos son gritos de desesperación, y el hombre comienza a sentir una lástima infinita, pero también miedo, a pesar de que sabe de sobra que está a salvo.
La criatura llora y grita y vuelve a mirar hacia arriba y a golpear la reja, dejando ver su vientre sin ombligo y el largo cable insertado en su cuello.
El hombre se asusta, coge la linterna y echa a correr como si le persiguera una manada de lobos. Pero lo único que le persigue es un grito que desgarra el viento y un terrible sentimiento de culpa que le tortura desde hace años. Quizá es de la culpa de lo que huye, aunque sabe de sobra que es inútil.
Llega a la orilla del río, coloca con la mano temblorosa la linterna en el gancho de proa, orienta el bote hacia el lado contrario y empieza a remar. Rema con tanta fuerza que pronto comienzan a dolerle los brazos y la espalda. Los gritos le siguen río arriba mientras la luz se pierde poco a poco entre la niebla.

-Este relato está inspirado (casi de forma literal) en la canción y el videoclip de Mutter, de Rammstein, uno de mis grandes grupos favoritos:

lunes, 7 de marzo de 2011

Kronstadt

Diario del soldado Andrei Zaitsev
Kronstadt, 16 de marzo de 1921

Treinta kilómetros. Debería ser una distancia suficiente, pero no lo es. Lo sería si fueran treinta kilómetros de agua líquida, pero aún no es época de deshielo. No falta mucho, es cierto, pero quizá falte demasiado. Da que pensar cómo las circunstancias moldean el espacio y el tiempo a su antojo, no siempre de la manera más ventajosa.
Los treinta kilómetros de hielo que nos separan de Petrogrado son el perfecto pasadizo para el ejército rojo, que se concentra en esa ciudad proveniente de todos los rincones de Rusia. No sé cuántos soldados de infantería han caído a día de hoy ni los que caerán antes de que esto termine, pero somos muchos los que cada mañana miramos al cielo con la esperanza de que el sol caliente mucho más de lo que acostumbra.
Ayer murieron ahogados unos cuantos. Muchos de los disparos van a parar al hielo y éste se acaba rasgando en algunas zonas. Aun así, no es suficiente. No sabemos si aguantaremos hasta que llegue el deshielo. Se oye hablar de huir a Finlandia si todo sale mal, pero somos trece mil soldados y dos mil civiles... ¿cuántos de nosotros podríamos huir?
El gobierno mantiene secuestrados a nuestros familiares desde hace once días y amenaza con ejecutarlos si los funcionarios comunistas que permanecen presos en la fortaleza sufren algún daño. Tenemos miedo por ellos, pero no podemos rendirnos. Continuamente se oyen gritos de "¡Viva los soviets, abajo los comunistas!". Mucha gente tiene esperanzas en nosotros.
Es lógico, la gente tiene hambre. La guerra ya terminó, pero el gobierno sigue robando los excedentes a los campesinos. Mi amigo Yuri regresó hace un mes de la casa de sus padres y nos contó que no tenían para comer, que el ejército se lo había quitado todo. Sin el pretexto de una guerra civil, ¿qué excusa tiene Lenin ahora?
Supongo que ahora debería descansar, tal vez mañana el tiempo sea más favorable. O tal vez el gobierno entre en razón y todo esto termine de una vez.

Yuri Volkov, o Yura, como le llamaba cariñosamente su familia, había cogido por instinto el pequeño cuaderno y lo había metido en su mochila. Semanas después, sentado en una esquina de una calle secundaria, lo había encontrado por casualidad al sacar su abrigo. Se acordó entonces de su amigo Andrei, pero ahora ya no tenía un agujero en la frente sino que estaba vivo, allí junto a él.

No se acostumbraba a Finlandia, pensó que siempre le parecería un país extraño... pero le dio la impresión de que Rusia quedaba ahora lejos, muy lejos, a millones de kilómetros, y que jamás volvería allí.

viernes, 4 de marzo de 2011

Canción de cuna

Cae la noche sobre la ciudad. El cielo empieza a llenarse de estrellas allá a lo lejos, en el lugar donde hace años estaba el lago en el que solíamos pasar las horas cuando éramos un poco más críos. No mucho más.

Mira todas esas estrellas, brillan tanto que parece que puedes estirar la mano y tocarlas, porque el cielo está despejado. Y la luna está llena y amarillenta hacia el Este, muy arriba, allá arriba. Ya no hay nubes por aquí... y me gustaría que alguien me dijera si van a volver alguna vez, porque la tierra se está secando demasiado.

¡Bum!, fuegos artificiales y un perro empieza a ladrar y se oye un llanto a lo lejos, pero no demasiado lejos. Aquí también Olga lleva llorando un buen rato porque tiene hambre. Tiene hambre porque lleva mucho tiempo sin comer, y los bebés no pueden aguantar mucho tiempo así, de modo que, por favor, si alguien pudiese darme algo de comer, se lo agradeceré, porque mi niña tiene mucha hambre.

Y pasamos la noche los tres juntos bajo los fuegos, dormidos porque estábamos rendidos, porque llevábamos muchos días caminando de un lado para otro y todo para terminar en el mismo sitio. Y nos despertamos con el sol y con el ruido de los aviones que vienen del Oeste.

Olga ya no llora... ella también estaba cansada, cansada del infierno, cansada de no comer. La envuelvo en sus mantas y hago un hoyo poco profundo en la tierra con las manos desnudas y la pongo allí, pero después no tengo fuerzas para cubrir el hoyo y simplemente me quedo contemplándola y llorándola durante horas y horas.

Y en medio de los escombros y bajo un montón de aviones que vienen y van y oyendo las explosiones a pocos kilómetros de aquí, cuando me arrodillo y empiezo a rezar, el pequeño Luis viene y se me abraza y me pregunta si ya vino mamá. Y yo pienso en silencio: qué le digo, Señor. Qué le digo.

jueves, 3 de marzo de 2011

Una foto en sepia (2)

La entrada anterior estaba inspirada en el siguiente vídeo:

martes, 1 de marzo de 2011

Una foto en sepia

Alguien* dijo una vez que «la memoria es lo más cruel que hay en el mundo, te recuerda permanentemente (...) que cada día estás más cerca de la muerte». Pienso a menudo en esa frase, y, a medida que pasan los años y veo mi pelo blanquearse y mi cuerpo deteriorarse de una manera definitiva, siento que se convierte en una verdad que poco a poco envuelve cada uno de los actos de mi vida.

Este pasar del tiempo tan lento, que sin embargo al echar la vista atrás parece tan fugaz, me hace olvidar de manera imperceptible tantas cosas que en ocasiones siento que en mi cabeza hay un agujero por el que se escapan uno a uno todos los recuerdos, desde mi infancia hasta el día de hoy. Supongo que por eso existen las fotos, porque todos tenemos un agujero en la cabeza.

Todas las mañanas, desde hace muchísimos años, me siento en este mismo banco justo después de desayunar. Muchas veces está cubierto de nieve y, muchas otras, de hojas secas. A veces simplemente está mojado. Eso nunca me ha importado, sentarme aquí es un ritual al que nunca he fallado excepto, creo, durante una semana de 1950.

Me gusta este banco porque da hacia la calle, y desde allí nadie mira hacia dentro. Me parece que es el único sitio en el que no me siento observado. Después de un rato, poco antes de que nos hagan volver a entrar al edificio, saco mi vieja cartera del bolsillo del pantalón y, con mucho cuidado, cojo la vieja foto en sepia. Entonces es como si por un momento tapase ese agujero de mi cabeza y volviese a ver a mis padres frente a mí, sonriendo sabe Dios por qué, como si el tiempo no hubiera pasado y no tuviese intención de pasar nunca jamás.
_____________
* La frase es de Michi Panero.