lunes, 10 de enero de 2011

La hora del señor Medina. Capítulo VII

Enlace: Capítulo VI

Las pastillas

-Escucha, Urso -dice el doctor-, lo que ha ocurrido es... es muy grave, ¿lo entiendes?
-No ha ocurrido nada.
-No, pero podría haber ocurrido -responde firmemente. El doctor Ruiz tiene la merecida fama de ser un hombre paciente, pero en determinados casos le cuesta mantener la delicadeza. Sobre todo cuando el periódico local cuestiona los métodos y la seguridad del reformatorio en el que lleva veinte años trabajando como psiquiatra. Parece mucho más joven de lo que en realidad es, pero sabe hacer valer su autoridad en cualquier caso. Ni siquiera Urso se atreve a despegar la vista del suelo.
-Urso -le dice-, ¿eres consciente de la gravedad que supone...?

Él no contesta, se limita a pensar qué le preocupa realmente al señor Ruiz: si le preocupa él, como quiere hacerle ver, o la imagen del reformatorio de puertas afuera. Pero eso no lo dice, por supuesto. No quiere empeorar las cosas.

El doctor se apoya contra el respaldo de su silla con gesto cansado, abre un cajón de su escritorio y saca un taco de papeles para recetas. Arranca uno de ellos, garabatea algunas palabras en él y se lo extiende a Urso, que permanece con los brazos cruzados y la vista clavada en algún punto de sus viejas deportivas.

-Toma, Urso, dale esto a la enfermera al salir.

Él coge el papel y se levanta, pero el doctor le interrumpe antes de llegar a la puerta:

-Una cosa más, antes de que te vayas. Lo que te he recetado es un antidepresivo muy potente. Tiene algunos efectos secundarios y es muy importante que nos hagas saber si...

Urso sale dando un portazo. No le importa nada de todo eso, no quiere oír una sola palabra más. Antidepresivos... Como si una pastilla fuese a cambiar el pasado.

Urso dobla la receta, se la mete en un bolsillo del vaquero y dice adiós a la enfermera. Ésta le despide con una sonrisa. Al menos alguien amable.

Aquella noche, en la cama, su cabeza se llena de recuerdos. Alguien le dijo que su madre había muerto. Alguien de confianza, cree. Nadie le iba a mentir sobre un asunto así. Su madre había muerto y por eso no había ido ni una sola vez a visitarle, todo encajaba. Llevaba seis meses allí dentro, y ni una sola visita.

Y las pesadillas de las últimas semanas, en las que su madre golpeaba la tapa del ataúd y gritaba hasta quedarse sin voz que la sacaran de ahí, que no estaba muerta, y él no podía hacer nada porque tampoco podía salir de donde estaba.

Y pocas horas después, aquella sábana atada al marco de la ventana en un extremo y en el otro extremo a su cuello, y luego la caída al patio, donde no se había roto nada de milagro. Qué ridículo se sintió, qué ridículo, pero el director se lo tomó muy en serio, y también el doctor Ruiz.

***

Una mañana se encuentra muy mal. Lleva varias noches sin dormir porque los recuerdos no le dejan, y se siente triste y agotado. Abre el cajón de su mesilla de noche, coge la receta y se la guarda.

***

Sentado en la cama, mira con desconfianza la pequeña caja blanca sin atreverse a abrirla. El doctor habló de efectos secundarios, y Urso, más por curiosidad que por precaución, examina el prospecto y da directamente con el apartado que busca. Muy despacio, lee:

Efectos secundarios.
Frecuentes: Amnesia lacunar en estado de gran tensión nerviosa.
Poco frecuentes: Alucinaciones.
Muy raros: Arritmias cardiacas.


Deja el papel sobre la cama y destapa la caja. En el dorso del prospecto, en negrita, el nombre del fabricante.

Laboratorios Caralt.

***

El comienzo

Urso sube el tramo de escaleras que separa el descansillo del segundo piso. La mochila no pesa demasiado, pero su paso es lento y, a medida que se aproxima a vieja puerta de casa, se hace más lento aún.

Al llegar al último escalón, oye un fuerte golpe, ¡bam! Enseguida echa a correr y abre la puerta, y al abrirla oye de nuevo: ¡bam!, pero mucho más fuerte, y su corazón parece que se le quiere salir del pecho. Entonces ve a su madre en la cocina con una hachuela en la mano. Prepara pata de cordero para la comida.

Él se acerca a ella, todavía temblando, y la abraza. Casi le dice "Pensaba que era papá", pero es mejor no decir ese tipo de cosas en casa aunque él no esté. Es mejor poner buena cara y hacer que no pasa nada, aunque pase. Y aun así, con ese abrazo queda todo dicho entre ellos, pero hay que seguir haciendo la comida y diciendo "Qué tal el día" y "Cierra la puerta" y "Qué bien huele".

Sin embargo, su padre llega. Y, si normalmente no necesita de un motivo para montar en cólera, el hecho de encontrar la puerta abierta es lo mismo que arrojar una colilla a un barril de pólvora.

Todo ocurre muy rápido, apenas lo recuerda a estas alturas. Su madre encerrada en el cuarto de baño, llorando, tocando con la lengua un colmillo que se mueve y que le duele. La casa destrozada, algunos cristales rotos y aquel jarrón chino tan bonito, deshecho en el suelo.

Urso golpea con los nudillos la puerta del baño. Abre, mamá, dice, Ya se fue. Y, cuando la puerta se abre, ella lo ve sucio, con la cara llena de lágrimas y la camiseta blanca manchada de sangre. Y ella pregunta: ¿Qué ha pasado, cariño?, pero él no contesta. Ella echa a correr a través del pasillo hasta la cocina. La hachuela ya no está.

Sale de casa y baja la escalera hasta el descansillo, y oficialmente se considera que es en ese momento cuando pierde por completo la razón.

Urso no vuelve a verla nunca más. Recuerda que la policía entró cuando él estaba sentado en una esquina con la cara entre las rodillas, y que le hicieron algunas preguntas, que más tarde hubo un juicio y que por último se lo llevaron al reformatorio.

Nadie le había dicho que su madre estaba internada en un manicomio de las afueras y que por eso no había ido a verle ni una sola vez.

***

Natalia

-Estoy en mi villa, en el campo, ven inmediatamente. Ya conoces el camino.

Detiene el coche junto a los tres hombres y apaga las luces. Entre los tres, hay un bulto más pequeño de lo que había imaginado. Despierta las sospechas de alguien que lo ve tomarse una o dos pastillas antes de salir del BMW, pero nadie hace preguntas.

-Buenas noches.

Esta vez no hay presentaciones, no son necesarias. Además, Basella no está para ceremonias. De hecho, ni siquiera hay palabras ni miradas cara a cara. Es como si todos se avergonzasen de aquella película, cada uno de su propio papel.

El bulto es metido sin dificultad en el maletero de uno de los coches de Basella. Urso Medina, el señor Medina, como le llama Basella cuando se siente agradecido por algún favor, arranca el coche y se aleja lentamente de aquellas tres figuras a las que echa un último vistazo por el retrovisor.

***

Siempre evita aparentarlo, pero cada vez estos trabajos le resultan más difíciles. Especialmente porque trabajar para Basella significa trabajar bajo amenazas. O, más bien, bajo una única y constante amenaza. "No olvides que estás dónde estás por mí, Urso. No lo olvides por si alguna vez te necesito de nuevo". No, no lo olvida, no puede olvidarlo. ¿Cómo iba a hacerlo? Por eso necesita las pastillas. Las sigue tomando desde el reformatorio y, ahora que los laboratorios Caralt ya no existen pero las siguen fabricando clandestinamente bajo otro nombre, le cuestan mucho más caras. El precio es trabajar para Basella y no cagarla.

***

¡Bam!, un golpe seco. ¡Bam! No puede ser...

Detiene el coche junto al pantano y escucha atentamente, pero no oye nada más. Sin embargo, está seguro de haberlo oído.

Se lleva las manos a la cara y la primera imagen que le viene a la mente es la cara de su madre. ¡Bam!, golpea la tapa del ataúd. ¡Bam!, pide a gritos que alguien la saque de ahí. No está muerta, sabe que no está muerta...

Se baja del coche y abre la puerta del maletero. Contempla el bulto durante unos segundos y lo ve moverse, podría jurarlo. En ese momento, su corazón empieza a latir frenéticamente y pierde la noción del tiempo y el espacio. Saca el cuerpo, lo tiende sobre la tierra y corta con cuidado la bolsa.

Está viva. Lo sabía...

La ayuda a ponerse en pie y ella le mira sorprendida. "¿Me has salvado o me vas a matar?" Él tiene las pupilas dilatadas y los ojos muy abiertos, el efecto de las pastillas durará aún algunas horas. Ella tiene miedo pero, por alguna razón, confía en él.

-¡Corre, por ahí, por aquel camino!

Y se va, desaparece por un sendero lateral que da a la ciudad. Y él se queda allí junto al coche, y su corazón se relaja poco a poco, y, cuando se siente totalmente tranquilo, entonces mete medio cuerpo por el asiento del conductor y quita el freno de mano, y ve cómo el coche se va hundiendo poco a poco.

Años después, cuando los efectos de los antidepresivos hubieran borrado de su memoria cualquier huella de aquel momento en que ayudó a escapar a Natalia Fuenllana, sólo recordaría una imagen: la del coche hundiéndose en el fango con el maletero abierto. Nunca, jamás, la de aquella chica adentrándose en el sendero en dirección a la ciudad.

4 comentarios:

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  2. que curiosa y selectiva puede llegar a ser la amnesia...

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  3. Mr., también son curiosas las licencias literarias... :P

    Vic, ¿no crees que el pobre protagonista ya ha sufrido bastante? De todas formas la seguiremos ;-)

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