sábado, 17 de julio de 2010

Fotografías

Me sorprendió encontrar unas fotografías en el fondo de mi equipaje. Creía haber sido más minucioso a la hora de prepararlo, pero me equivoqué. Algunas personas son como barcos que necesitan lanzar el ancla en algún puerto para no navegar a la deriva. Hasta esa noche nunca me conté entre esas personas.

Eran fotografías antiguas, en blanco y negro. Algunas estaban borrosas, en otras había rostros ocultos por algún defecto de la propia fotografía, y en la mayoría estas manchas cubrían cuerpos enteros.

Me serví un whisky barato, me quité los zapatos y me acosté en el sucio camastro. Apoyándome en un codo, fui pasando una a una aquellas fotografías. Seleccioné aquellas de mayor nitidez y me detuve a contemplar la primera, observando caras, expresiones y contexto con tanto detalle como la calidad del retrato me lo permitía.

Al punto, alguien golpeó la puerta con los nudillos. Levanté la mirada hacia la puerta, procurando no hacer ruido alguno, pensando que tal vez así dejaría de insistir quienquiera que viniese a molestarme a aquellas horas. Al cabo de unos segundos, y pensando que había logrado mi propósito, volví mi atención al papel que tenía entre mis manos. Al instante, volvieron a tocar con mayor insistencia, y resolví levantarme a abrir más por curiosidad que por cortesía, pues no esperaba a nadie ni pensaba que nadie pudiese haberme seguido en mi viaje.

Al otro lado de la puerta había, sin embargo, algunos conocidos. Sin esperar mi permiso, irrumpieron en la estancia y se permitieron hacer comentarios sobre ésta, criticando sus dimensiones, la falta de limpieza y lo pobre del mobiliario.

Sin ocultar el hastío que me producía aquella visita inesperada, me senté en el borde de la cama y tomé mi vaso. Les ofrecí, pero todos ellos declinaron. No tenía interés en iniciar una conversación con ninguna de esas personas, así que, tratando de ignorarles, vacié mi vaso antes de pasar a la segunda fotografía.

Volvieron a tocar en la puerta. "Está abierto", dije. Me levanté y me serví otro trago mientras algunas personas más entraban en mi apartamento. Algunas de las que habían entrado en primer lugar se despidieron de mí pretextando que era tarde, que se sentían ofendidas por mi indiferencia o que, simplemente, no les agradaba aquel lugar. Les despedí a todos ellos con un gesto de la mano y me quedé con los restantes. Me incomodaban, pues hablaban todos a la vez sin orden ni coherencia, y de la indiferencia pasé al dolor, y del dolor al odio, y quise expulsar de allí a aquel enjambre de abejas y cerrar mi puerta con llave, pero no conseguí hacerme entender.

Apuré de nuevo mi whisky y me acosté en la cama. No tardé en quedarme dormido y, cuando abrí los ojos, aquellos mis viejos conocidos habían desaparecido. Comprendí la estupidez de tratar de abandonar un puerto sin levar anclas y entendí que, después de todo, no había viajado tan lejos.

lunes, 5 de julio de 2010

La tienda de muebles

El segundo día visité una tienda de muebles cercana al edificio. Un espeso manto de nubes grises cubría la ciudad, y en la calle no había un solo coche. Tampoco vi a nadie pasear, tan sólo dos o tres personas que iban o venían con mucha prisa y sin las cuales me habría inclinado a pensar que la ciudad de los cuadros escritos era un pueblo fantasma o que en la calle acechaba algún peligro oculto que yo por el momento desconocía.
Entré en la oscura tienda de Eugène Gannot, meubles de seconde main, y una campanilla sonó sobre mi cabeza. Tampoco allí había luz eléctrica y la vasta estancia, que calculé que medía unos doscientos metros de fondo, estaba en penumbra. Tras unos segundos alcancé a ver dos largas hileras de mesas, a ambos lados de las cuales se sentaban docenas de personas. Los del lado izquierdo vestían elegantemente; los del otro llevaban todos un mono de color naranja y apenas se movían. Vi dos grandes platos llenos en cada mesa y advertí que humeaban. Me acerqué y descubrí que los hombres y mujeres del lado izquierdo llenaban las cucharas y las llevaban a la boca de los del lado derecho. Nadie se volvió para mirarme, o al menos nadie lo hizo después de que mis pupilas se hubieron acostumbrado a la falta de luz.
Pregunté a uno de aquellos hombres si la tienda del señor Eugène Gannot había sido trasladada y, en tal caso, qué era aquello. Después de unos segundos en los que no se dignó apartar la mirada de la cuchara, me contestó: "El señor Gannot murió. Utilizamos su almacén para dar de comer a esta gente". "¿Quiénes son?", pregunté. Él dejó la cuchara sobre el plato y me miró. "Oh, hay de todo, señor", dijo. "Unos son ladrones, otros han violado mujeres, aquél atracó a mano armada varias tiendas, y éste que ve frente a mí ha matado a veinticinco personas; entre ellas, a mi hija". Le miré con incredulidad, tanto por su respuesta como por la naturalidad con que me habló. "¿Ha matado a su hija y usted le da de comer?", pregunté. "¿Y qué iba a hacer si no? Esta pobre gente tiene derecho a vivir. Aquí les damos de comer y les ofrecemos un techo y una cama. Es un gasto importante, pero ¿qué iba a ser de ellos si no?". Quise saber por qué aquella gente no se ganaba su propia comida, y el hombre me respondió con impaciencia: "Señor, la mayoría de las personas de esta ciudad decidieron que así fuera. Unos cometen crímenes y otros les alimentamos. Así funciona".
Pude resignarme y salir de aquel almacén; ya encontraría alguna otra tienda de muebles. Pero mi reacción fue distinta: de un manotazo arrojé ambos platos hacia la derecha. Uno provocó quemaduras en un político; el otro terminó en el suelo boca abajo, y la comida esparcida a los pies del asesino. El hombre de la izquierda llevaba un lustroso sombrero de copa; se lo quité y me lo puse, y arrastré la mesa hasta la salida. Quise llevarme también alguna silla, pero decidí que no la quería de segunda mano.
Al menos no de aquel sitio.

domingo, 4 de julio de 2010

Las luces de la calle

El apartamento llevaba abandonado algunos años. Todas las ventanas estaban abiertas y algunos papeles y periódicos se movían por el suelo. Cerré la puerta y observé los muros de ladrillo, el polvo en el suelo, las luces de la calle proyectadas en el techo...
Cogí un diario en la esquina más distante que encontré. Estaba rasgado y cubierto de polvo, y un titular afirmaba que se había encontrado el cuerpo de un rehén soviético al que secuestraron en Beirut. En otro, leí a pie de página algo así: "Se inaugura la Pirámide del Louvre". Fui encontrando periódicos, notas y cientos de dibujos sin sentido; unos con colores fríos, los más en blanco y negro. No quise quedarme a averiguar: decidí deshacerme de la mayor parte de aquello tirándolo por una de las ventanas, lo que dejó al descubierto varios nidos de cucarachas y un agujero en la pared.
Me acosté en un viejo colchón y pensé en las reformas que tendría que hacer. Habría que comprar una mesa y una silla, tal vez una estantería pequeña y algunos libros en blanco. Y después de mucho meditarlo, decidí al fin que sí: en aquella esquina quedaría bien una lámpara de pie para no depender de las luces de la calle.