lunes, 5 de julio de 2010

La tienda de muebles

El segundo día visité una tienda de muebles cercana al edificio. Un espeso manto de nubes grises cubría la ciudad, y en la calle no había un solo coche. Tampoco vi a nadie pasear, tan sólo dos o tres personas que iban o venían con mucha prisa y sin las cuales me habría inclinado a pensar que la ciudad de los cuadros escritos era un pueblo fantasma o que en la calle acechaba algún peligro oculto que yo por el momento desconocía.
Entré en la oscura tienda de Eugène Gannot, meubles de seconde main, y una campanilla sonó sobre mi cabeza. Tampoco allí había luz eléctrica y la vasta estancia, que calculé que medía unos doscientos metros de fondo, estaba en penumbra. Tras unos segundos alcancé a ver dos largas hileras de mesas, a ambos lados de las cuales se sentaban docenas de personas. Los del lado izquierdo vestían elegantemente; los del otro llevaban todos un mono de color naranja y apenas se movían. Vi dos grandes platos llenos en cada mesa y advertí que humeaban. Me acerqué y descubrí que los hombres y mujeres del lado izquierdo llenaban las cucharas y las llevaban a la boca de los del lado derecho. Nadie se volvió para mirarme, o al menos nadie lo hizo después de que mis pupilas se hubieron acostumbrado a la falta de luz.
Pregunté a uno de aquellos hombres si la tienda del señor Eugène Gannot había sido trasladada y, en tal caso, qué era aquello. Después de unos segundos en los que no se dignó apartar la mirada de la cuchara, me contestó: "El señor Gannot murió. Utilizamos su almacén para dar de comer a esta gente". "¿Quiénes son?", pregunté. Él dejó la cuchara sobre el plato y me miró. "Oh, hay de todo, señor", dijo. "Unos son ladrones, otros han violado mujeres, aquél atracó a mano armada varias tiendas, y éste que ve frente a mí ha matado a veinticinco personas; entre ellas, a mi hija". Le miré con incredulidad, tanto por su respuesta como por la naturalidad con que me habló. "¿Ha matado a su hija y usted le da de comer?", pregunté. "¿Y qué iba a hacer si no? Esta pobre gente tiene derecho a vivir. Aquí les damos de comer y les ofrecemos un techo y una cama. Es un gasto importante, pero ¿qué iba a ser de ellos si no?". Quise saber por qué aquella gente no se ganaba su propia comida, y el hombre me respondió con impaciencia: "Señor, la mayoría de las personas de esta ciudad decidieron que así fuera. Unos cometen crímenes y otros les alimentamos. Así funciona".
Pude resignarme y salir de aquel almacén; ya encontraría alguna otra tienda de muebles. Pero mi reacción fue distinta: de un manotazo arrojé ambos platos hacia la derecha. Uno provocó quemaduras en un político; el otro terminó en el suelo boca abajo, y la comida esparcida a los pies del asesino. El hombre de la izquierda llevaba un lustroso sombrero de copa; se lo quité y me lo puse, y arrastré la mesa hasta la salida. Quise llevarme también alguna silla, pero decidí que no la quería de segunda mano.
Al menos no de aquel sitio.

5 comentarios:

  1. Éste es muy "tú", criticando el sistema penitenciario y demás... Ains... Habría tantas cosas que mejorar... Besito!!

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  2. No sé si sentirme halagado o insultado por lo de que la entrada es muy "yo" :P

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  3. Me ha puesto los pelos de punta la crítica. Estoy intrigado con esta historia.

    Un saludo.

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  4. Gracias, Javier. En realidad pretendo que sean historias sueltas, aunque algunas entradas estarán interrelacionadas.
    Saludos.

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  5. Supongo que una sociedad que reparte tan mal sus riquezas y sus oportunidades como para que unos floten en abundancia y muchos más se pudran en la carencia tiene tan mala conciencia que a los que se salen de las líneas marcadas del "así debe ser" tienen que meterlos en algún lado y mantenerlos para acallar su conciencia. Quizá porque uno nunca sabe qué será de su vida en el futuro y posiblemente en algún momento cruce la línea que resulta socialmente aceptable y no quiere morir, sino tener una mínima oportunidad de redención. Otra cosa son los reincidentes, los que no encajan en esa sociedad y nunca lo harán...

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