miércoles, 15 de diciembre de 2010

El silencio del café

Él era muy reservado. Ni siquiera dijo nunca su nombre, así que todos lo llamábamos amigo. A veces, simplemente captábamos su atención y después le hacíamos un gesto con la mano para invitarlo a sentarse con nosotros. Aquel día me di cuenta de que hacía algún tiempo que declinaba nuestras invitaciones, y secretamente me pregunté por qué. Una cosa es ser reservado y otra muy diferente es ser maleducado. Claro que, por otra parte, él tenía todo el derecho a decidir dónde y con quién se sentaba, ¿no es así?

Ese día, sin embargo, ocupó la silla que estaba al lado de Charlie. Primero nos miró de reojo desde la barra, con gesto serio y cansado, y después, muy despacio, cogió su porción de tarta de arándanos a medio comer, se levantó de la butaca y se acercó a la mesa sin decir una palabra. Se sentó luego de repente y se dedicó de inmediato a su tarta como si no hubiese nadie alrededor. Pero lo cierto es que sí había, y, por alguna razón que en este momento no alcanzo a entender, los tres lo mirábamos en absoluto silencio, como esperando que dijese o hiciese algo, o como fascinados por alguna peculiaridad suya que ahora mismo no recuerdo.

-¿Está buena la tarta, amigo? -le pregunté. No porque me importase su tarta, claro, sino porque quería ser cortés con él y evitarle aquel silencio tan incómodo. Pronto entendí, de todas formas, que para él lo incómodo era la ausencia de silencio, y que no le hacía ningún favor obligándole a apartar su atención de lo único que le importaba en aquel momento. Se limitó a mirarme sin levantar la cabeza y, después de unos segundos con su mirada clavada en mi frente, volvió a hundir su cucharilla en la tarta y se la llevó a la boca una vez más. Lo interpreté como un sí.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo VI

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo V

Negro. Todo negro. Voces. Es como estar debajo del agua… se oye todo tan lejos...

- ¡Mierda, despiértalo!

- Se ha desmayado.

- ¡Me da igual!

Urso logró abrir los ojos y empezar a ubicarse después de notar, medio en sueños, como una mano fuerte le abofeteaba varias veces. Ante sí vio a dos tipos y dos mujeres. La mayor de todas ellas estaba sentada frente a él, al otro lado de una mesa amplia; la recordaba, la recordaba bien. Antes de dirigirse a ella, o de preguntar nada, observó al resto.

Dos hombres, uno de ellos enjuto y nervioso, el otro adusto, alto y con cara de pocos amigos. A su lado una muchacha, de quien nadie diría que había logrado traerle hasta allí de aquella manera; pero así era.

- Hola, Urso. – dijo la mujer en el escritorio.

El iba a contestar cuando el hombre nervioso encendió un cigarrillo:

- Entró frito y, nada más sentarse, frito otra vez. ¿Qué coño le habéis dado?

- Nosotros no le hemos hecho nada – dijo la chica.

- Dejadlo ya – zanjó la mujer – no tiene importancia. – volviéndose a Urso continuó: señor Medina, no se preocupe usted de nada. No le haremos daño. Mientras me diga lo que quiero saber, por supuesto.

Tosiendo un poco, Urso contestó:

- ¿Qué quieres saber…? – logró recordar el nombre – Aurora.

- Ya se lo he dicho, antes de que se quedase usted indispuesto – insistió ella con un tono educado – quiero saber qué sucedió con mi hermana Natalia.

Medina volvió a toser.

- Creo que eso…

Urso se interrumpió, y dudó unos momentos antes de seguir hablando. ¿Tenía sentido meterse en problemas? Implicar a Gerard Basella en algo, sin duda, lo era. Ahora bien, ¿podía estar viviendo una situación más surrealista?

Él, que en toda su vida, no había vivido momentos de mayor intensidad que lavar discretamente los trapos sucios de dos o tres hombres poderosos. Él, que ahora, sufría lo que los médicos llamaban una situación complicada de salud. ¿Podía importarle crearse algún quebradero de cabeza? Definitivamente, decidió que no. Fue tan rápido su razonamiento, que Aurora no tuvo tiempo de apremiarle antes de que siguiese hablando:

- Creo que eso tienes que preguntárselo a Gerard Basella.

Su interlocutora meneó la cabeza a ambos lados, como decepcionada.

- Ya habíamos contado con eso. Y también hemos contado con que no nos dirá nada, aparte que ponerse en contacto con él es muy difícil. Más aún teniendo en cuenta que este asunto no le beneficia en nada. – se incorporó sobre el escritorio y concluyó con tono amenazante: hable.

- Yo no puedo decirte nada… - insistió Medina.

- ¿Intervengo, Aurora? – propuso el hombre alto y adusto.

- Déjalo, Mikel. – declinó ella – Estoy segura de que el señor Medina me dirá todo lo que quiero oír. ¿No es así?

- ¿Qué tengo que contar, exactamente? – preguntó Urso – Pasaron muchas cosas.

- ¿Qué hizo con mi hermana Natalia? – inquirió Aurora – ¿Qué hizo Basella?

Urso se encogió de hombros, y empezó a rebuscar en su memoria. Después empezó a hablar, con la voz algo quebrada. Estaba cansado.

- Una noche, Basella me llamó… yo solía ocuparme de algunos asuntos suyos… aunque nunca había tenido un caso como ese.

- ¿Y bien?

- Era tarde, muy tarde. Era verano. Me hizo presentarme en su finca. Estaba allí con dos tipos y Natalia… bueno… estaba…

- Muerta, sí. – terminó Aurora – Continúa.

- A partir de ahí – prosiguió Medina – todo fue bastante rutinario. Limpié huellas… lavé un poco el lugar. Cosas que ya había hecho antes en algunos locales… aunque nunca con un muerto de por medio. Fue la primera vez. La metí en una bolsa de basura, de las grandes. Me la llevé en el maletero de un coche, que era de Gerard Basella… no recuerdo el modelo, aunque podía ser un Mercedes…

Aurora asentía cada frase.

- Recorrí varios kilómetros, hasta un pantano. El pantano de Malpartida… Allí empujé el coche con ella dentro. Y nada más.

- ¿Nada más? – quiso saber Aurora.

- Nada más.

- Creo que se equivoca – se volvió al gigante – Mikel.

El hombre se acercó a Medina y le agarró la nuca con las dos manos, tirándole del pelo. Acercando mucho la cara a la suya espetó:

- ¿Vas a decirnos todo lo que sabes?

- No sé más…

No tenía miedo, porque un hombre en su situación difícilmente podía tenerlo.

- ¿No pasó nada más? – insistió Aurora.

- Sí, me fumé un cigarro antes de marcharme…

A ella pareció no gustarle su contestación, y tras su mal gesto Mikel descargó los dos primeros puñetazos.

- ¿Qué se supone que tendría que saber? Yo no pintaba nada ahí…

- Fue el último que vio con vida a mi hermana – afirmó Aurora.

- No estaba con vida.

- Eso es lo que quiere decirme.

Como si fuese un flash, Urso encontró en su memoria una imagen de aquella noche. La imagen de sí mismo abriendo el maletero, antes de empujar el coche, y dejándolo así entornado. Dejándolo entornado y viendo cómo el auto se hundía en el pantano, con la vana esperanza de que a lo mejor, si ese cadáver abría los ojos, tuviese una oportunidad vana de escapar.

Pero no dijo nada.

- Antes de continuar con ese tema – siguió Aurora – dígame, ¿qué era exactamente lo que Basella tenía contra mi hermana?

- En aquella época – empezó a explicar Urso – los Laboratorios Caralt eran una empresa independiente... Gerard, en aquella época, trabajaba como subcontratista para varias empresas de refinería… Y fue entonces cuando empezó a hacer negocios con ellos.

- Eso ya lo sabía. – replicó ella. Él continuó.

- Una de las químicas principales del Laboratorio tenía que supervisar la construcción de una refinería, el almacenaje o algo así… Parece ser que a Gerard le gustó y empezó a acostarse con ella. Poco después entró en contacto con Laboratorios Fuenllana y también os contrató.

- Siga – ordenó Aurora.

- Por lo que yo sé, Natalia era la responsable del proyecto para el que la había contratado Basella. Y no sé cómo, se enteró de lo suyo con aquella científica. Una chiquilla, parece ser, recién salida de la Facultad. Según Natalia, la relación no era consentida, y la había estado amenazando con quitarle el contrato a Caralt si no accedía, y con hacerla a ella responsable ante Honorio…

- Honorio Caralt.

- Sí, en aquella época era el propietario de la empresa.

- ¿Y cómo se enteró Basella de que mi hermana lo sabía?

- Ella se lo dijo, después de una conferencia en el Palacio de Congresos. Y fue ahí donde la mató.

- Hijo de puta…

- Según él, sólo quería ofrecerle un soborno para que se callase… pero ella se asustó y empezó a gritar.

Aurora suspiró antes de volver con sus preguntas:

- Bien, señor Medina. Lo único que puedo decirle es que Natalia no terminó dentro de ese pantano. Usted la vio con vida. Y debe saber qué fue de ella justo después de sacarla de aquella finca donde la encontró. Cuéntemelo todo.

- No vi nada más – contestó Urso – si lo supiera, lo diría.

La mujer volvió a agitar la cabeza, resoplando, y luego hizo un vago gesto a Mikel. El hombre se dispuso a agarrar el cuello de Medina justo cuando éste empezó a toser violentamente; y cada vez que tosía, escupía un borbotón de sangre.

- ¡Joder…! – exclamó Mikel.

- ¿Qué coño le pasa? – preguntó su compañero. Aurora miró a los demás, desconcertada.

Cuando Medina se detuvo y pudo retomar aliento, dijo con dificultad:

- Perdonad… no me encuentro bien. Estoy un poco enfermo.
Acto seguido empezó a reír.

- ¿Qué pasa aquí? – dijo el hombre enjuto – ¡No quiero que me contagie la mierda que quiera que tenga!
Medina se rió aún más.

- No te preocupes – dijo – no es contagioso.

- A tomar por culo – contestó el otro – Me voy de aquí.

- Samuel – dijo Sara – No te pongas nervioso.

- ¿Qué hacemos? – preguntó Mikel. Tenía un acento claramente norteño, se dijo Medina.

- ¿Podríais darme un pañuelo, por favor?

- Vete a la mierda – espetó Samuel.

Aurora se levantó de la silla.

- Este hombre no va a decirnos nada más. – afirmó.

- ¿Crees su versión?

- Sí, la creo. Después de todo, es verosímil. ¡Sólo era un pringado! Yo le conocí por entonces… aunque de eso hablaremos en otro momento. Ahora, sacadlo de aquí.

- ¿Sacarlo de aquí, Aurora? – preguntó Mikel – ¿Fiambre, quieres decir? – y se llevó una mano al bolsillo.

- No – dijo ella, como impresionada – no quiero que este asunto nos eche encima más basura de la necesaria. Tapadle la cabeza y llevadlo donde podáis, lejos. Soltadlo allí.

- Es peligroso – advirtió Sara – nos ha visto.

- No me preocupa – dijo Aurora – ¿Qué puede demostrar? Y, sobre todo, ¿le interesa hacerlo? Aquí, a nadie le interesa que la policía se entere de nada.

Poco después, Urso Medina dio con sus huesos en la cuneta de una carretera. Tenía la cabeza atada con una mortaja. Sintió cómo alguien le empujaba del interior del coche, en el que había estado viajando completamente mareado. Al menos, ya no tosía más sangre.

Consiguió quitarse a duras penas la venda de los ojos cuando vio que Samuel sacaba medio cuerpo del auto, inclinándose sobre él y estampándole un billete de diez euros en el pecho.

- Toma – dijo – Esto es para que vayas mañana a la ciudad, al casco. Date un paseo, toma un café. Olvídate de nosotros. ¿Ves, cómo somos buena gente? Hazme caso, es un consejo, por la cuenta que te trae.

Se quedó allí tendido, extendiendo el billete arrugado ante sus ojos. Las primeras luces de la ciudad brillaban cerca y podía oír cómo el coche se alejaba.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Viajero (2)

El viajero apoyó los codos en la mesa y se dedicó a contemplar el fondo de su copa de vino barato mientras se esforzaba -y esto era notable- en decir una frase que sabía que tendría que explicarme:

-El punto final lo puso España.

Dicho esto, apuró su vino evitando en todo momento mirarme a los ojos, incluso cuando volvió a dejar la copa en la mesa. Permanecimos unos segundos en silencio, tal vez un minuto, él mirando los daguerrotipos y los retratos colgados en la pared, yo con los ojos clavados en las gafas que llevaba puestas cada vez que se ponía a los mandos de su nave y que ahora llevaba colgando del cuello; y cuando él se excusó y me tendió su mano para despedirse, yo ya había captado el significado exacto de aquellas palabras.

-Volar es una sensación maravillosa -dijo una vez en una entrevista para un diario nacional-. Es sin duda la máxima expresión de libertad que puede llegar a experimentar el hombre.

En el mismo diario, todos leímos un mes más tarde que el tráfico aéreo de España estaba paralizado casi en su totalidad y que nuestro famoso viajero se hallaba precisamente allí, a la espera de que la mafia encargada del control aéreo le permitiera despegar y continuar su viaje hacia el Oeste.

-Sin embargo -había dicho- tienen en este país una forma muy extraña de solucionar las cosas: los políticos están más preocupados en repartir las culpas que en evitar que suceda lo mismo una y otra vez.

El viajero me había confesado, en la misma taberna en la que me estrechó su mano tan fríamente, que España le había parecido uno de los países tecnológicamente más subdesarrollados de cuantos había visitado. Y, al preguntarle yo cuáles creía que eran las causas de esto, me respondió:

-Si algo tan maravilloso como volar se deja en última instancia en manos de políticos y mafias, ¿qué crees que ocurrirá con todo aquello cuyo ámbito natural es la Tierra, como la educación o la investigación?

Después apoyó los codos en la mesa y movió la cabeza tristemente. Sus viajes habían terminado, había perdido la ilusión por volar y me había pedido que nos encontrásemos en aquella taberna en la que ninguno de los dos había entrado nunca. Dijo que necesitaba beber. Él, que no había probado el alcohol en su vida, que decía que quería mantener intactas sus facultades para disfrutar cada segundo a los mandos de su maravillosa máquina voladora...

-El punto final lo puso España -dijo.

Después de aquello, vendió su nave por mucho menos de lo que en realidad valía, y siempre he pensado que ojalá hubiera podido adquirirla yo. Sea como fuere, ese personaje, al que siempre admiré tanto, acabó sus días encerrado en una pequeña casa a las afueras de la ciudad. Ninguna visita era bienvenida, y de él sólo conservo, a día de hoy, algunos de sus mapas y una vieja brújula llena de arañazos.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Vox Dei

Tiendo a preocuparme demasiado por todo, lo admito, y siempre me pongo en el caso peor, pero a veces mi defecto no es tal defecto sino una virtud muy de agradecer.

Respondiendo a su primera pregunta, sí, estuve en el entierro del pequeño Raúl, el tercero de los niños que habían muerto aquí en el pueblo por causa desconocida en menos de seis meses. Sus padres son amigos míos, y él y mi hijo iban juntos al colegio, y los domingos se veían en catequesis de nueve a diez, en la parroquia que hay a diez minutos de mi casa. Fue un funeral muy triste, sobre todo porque el camino hasta el cementerio estaba alfombrado de hojas amarillas y tuvimos que soportar una lluvia muy fina pero muy fría que cronificó el asma de mi esposa y desde entonces la obliga a guardar cama durante varios días. Tuvimos que ir caminando porque la carretera estaba resbaladiza y el coche, ya se sabe, no puede maniobrar bien por esa carretera tan estrecha, además del peligro que supone que no haya una barrera en el lado del precipicio, a pesar de lo mucho que se ha insistido en este asunto a lo largo de los años.

En fin, el propio párroco, el señor Esteban, fue el primero y el último en decir unas palabras de despedida. Creo que fue el único día que no mencionó el robo que había sufrido en la sacristía pocas semanas antes y cómo había quedado la cerradura inservible y cuánto costaba la reparación y que, por la poca solidaridad de los vecinos, se había visto en la obligación de trasladar los objetos de más valor a un lugar seguro, con todas las molestias que aquello ocasionaba. Y menos mal que no habló de ello, porque los padres del niño estaban destrozados, imagínese, y mi hijo pequeño, Carlos, también, por haber perdido a uno de sus mejores amigos. Después del entierro nos quedamos un rato más para acompañarles, pero no supimos qué decir y yo no quería estar allí ni obligar a mi esposa y mi hijo a soportar una situación tan incómoda, así que nos retiramos pronto.

Durante unos meses, al dolor por la pérdida del niño se unió la lucha mediática por conseguir exclusivas y difundir noticias sensacionalistas en papel, radio, televisión e Internet, pero al margen de la estupidez periodística, tan extendida en nuestro tiempo, no hubo nada que alterase el ritmo natural del pueblo. Todos intentamos retomar la rutina lo más rápido posible, incluso los padres de Raúl, que sacaron fuerzas de donde no las había y, como recordarán ustedes, después de terminada su jornada de trabajo se pasaban horas en comisaría rogando a quien les quisiera escuchar que retomasen la investigación que se había cerrado después de la declaración del forense, porque no creían ni por un momento que el niño, que era completamente sano, sencillamente hubiera dejado de respirar sin más. Por lo que sé, nadie les hizo demasiado caso.

Mi hijo Carlos parecía recuperarse con normalidad, sus notas en el colegio eran muy buenas, tenía buena relación con la mayoría de sus compañeros, no causaba problemas, e incluso el párroco le había nombrado su monaguillo, lo que había significado una gran alegría para él. Durante días no tenía otro tema de conversación en los labios ni otro pensamiento en la cabeza, estaba eufórico. Sin embargo, hace algunas semanas lo empezamos a notar extraño: triste, callado, apagado... Se cumplía el tercer aniversario desde lo de Raúl y pensamos que podría estar relacionado, y con esta conclusión se dio mi esposa por satisfecha, pero yo empecé a sospechar que pasaba algo raro.

Un domingo, pocas semanas después, mi esposa me alertó de que eran ya las diez y media y Carlos no había vuelto a casa. Puesto que ella se encontraba en cama por culpa del asma, pedí a mi hijo mayor que la atendiera y salí a buscar a Carlos, porque, por mi mencionada tendencia a preocuparme en exceso, aún no lo dejábamos quedar con amigos sin avisarnos previamente y darnos los números de teléfono de los padres de todos los chicos que fueran a quedar, cosa que no había hecho, así que enseguida temí que pudiera haber pasado algo malo. Me dirigí corriendo a la parroquia, entré, me santigüé y llegué hasta la puerta de la sacristía, tras la que, justo antes de golpearla con los nudillos, oí una voz que decía algo así: "¿A quién se lo vas a contar, maldito piojoso? ¡Ven aquí!". Puesto que la cerradura de la sacristía estaba, como dije, rota desde el día del robo, abrí la puerta sin llamar y me encontré al párroco tapando con su enorme mano la boca y la nariz de mi hijo Carlos, mientras su otra mano se deslizaba bajo su pantalón. Al verme, lo soltó y se dirigió a mí con aire amenazador, diciendo que yo no podía estar allí y exigiéndome que me fuese enseguida.

Dígame, ¿no habría hecho usted lo que hice yo entonces? Es decir, ¿no le habría dado un puñetazo con todas sus fuerzas en pleno tabique nasal? Y sin embargo, ¡qué horror lo que ocurrió después! Más bien, lo que hice después, aunque me resulta tan vergonzoso que odio admitirlo y prefiero achacarlo a la tensión del momento y a la enajenación. Me refiero, como ya sabe, al momento en que lo cogí de ambas manos, estando él atontado, y lo arrastré por todo el pasillo central de la iglesia hacia la calle, donde lo levanté como se levanta a un amigo que ha bebido algunas copas de más y necesita ayuda para volver a casa. Así mismo nos vieron los que iban pasando por allí y se acercaban para preguntar, y a todos les decía yo lo mismo: que él era el asesino del pequeño Raúl y que había intentado hacer lo mismo con mi hijo Carlos, y que, puesto que ustedes, la policía, no iban a hacer nada igual que no hicieron nada en los tres casos anteriores, nuestro deber era tomarnos la justicia por nuestra mano.

Entonces, entre otras dos personas y yo, hicimos lo que ya saben: lo atamos de brazos y piernas y, como hacen en algunos países, cogimos cada uno una gran piedra y empezamos a romperle, uno a uno, todos los huesos del cuerpo. Empezamos por los brazos y las manos, seguimos por las piernas y los pies y continuamos por la cadera y las costillas. Era absurdo, porque a los pocos minutos el hombre ya había muerto de dolor, pero todos pensábamos que simplemente se había desmayado. Mientras tanto, algunos gritaban cosas como: "¡Ahora no hay Dios que te salve!" o "¡Púdrete en el infierno!". Cuando nos dimos cuenta de que ya no respiraba ni su corazón latía, uno de mis compañeros gritó: "¡Se ha hecho justicia!" y el pueblo estalló en vítores y en gritos que parecían más propios de bárbaros que de las personas piadosas que siempre hemos creído ser...

Cargamos con el cuerpo hasta lo alto del camino del cementerio y lo arrojamos al vacío, perdiéndolo de vista cuando atravesó el mar de nubes y pensando después que, a fin de cuentas, habíamos hecho lo correcto y nos habíamos librado de un grave problema. Y ustedes, mientras tanto, no hicieron nada para impedirlo, de modo que este interrogatorio es, por cierto, una farsa y completamente estéril. Pero respondiendo ahora a su segunda pregunta, señor, sí que hay algo de lo que me arrepiento, algo con lo que sueño cada noche después de aquel día: la mirada de mi hijo desde la puerta de la parroquia mientras yo cargaba con el cuerpo del señor Esteban, al que acababa de asesinar, en dirección al barranco que habría de ser su tumba para siempre.

martes, 9 de noviembre de 2010

Viajero

Viajero, he venido hasta aquí sólo para despedirte. Pero debo de parecerte tonto: seguramente consideres que apenas si he tenido que caminar para encontrarte. Tú estarás fuera más de cincuenta y cinco meses, ¡y qué maravillosas tierras encontrarás a lo largo de ese tiempo...! ¡Si pudiera cambiarme por ti y conocer esos mundos inexplorados, y descubrir nuevas formas de vida y ver otros cielos! Tengo envidia de ti, viajero, pero nos reconciliaremos si haces algo por mí.
Cuando subas a tu extraño dirigible en dirección al horizonte y unas horas después te pierda de vista, buen amigo, acuérdate de mí. Cada vez que pongas el pie en una tierra virgen, lejos del humo y de los asesinos del tiempo, coge lápiz y papel y escríbeme unas líneas: serán las huellas que yo seguiré cuando sea el tiempo de hacerlo. Háblame de todas las maravillas, de las plantas misteriosas y de las bestias que encuentres en tu camino, y dime con detalle cómo es cada una, si rechazan el contacto humano, de qué se alimentan, cómo es su pelaje o su plumaje y si vuelan como tú o trepan a los árboles para ver partir tu nave de vapor bajo las estrellas hacia otros mundos que aún nadie ha descubierto.
Y recuerda algo: cuando después de tanto tiempo vea tu nave aparecer en el horizonte, vendré corriendo hasta aquí mismo para ser el primero en estrechar tu mano. Y cuando tú te encuentres frente a mí, como lo estás ahora, ¿tendrás la generosidad de regalarme tus ajados mapas? Prometo guardarlos como un tesoro en la memoria y usarlos de guía a través de las sendas oscuras y los caminos que me toque recorrer en el futuro.
Pero ahora, querido amigo, tienes que irte. Así pues, ¡ten un buen vuelo! ¡Adiós, hasta pronto, viajero!

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La moneda

(Como siempre, nombres y lugares son ficticios.)
(Siento que esté mal escrito: he intentado que los monólogos sean más realistas que literarios.)


Lamento de una madre

¡Míralo!, aquí está, pobrecito mi niño, si parece que está dormido... No me lo quería creer y ahora que lo estoy viendo sigo sin creérmelo, es... todo es tan irreal, si comimos juntos el domingo... Y ahora está aquí, mi niño, tan bueno, tan cariñoso, siempre me decía: Mama, mira, el enano tiene tus ojos... ¿No te acuerdas?, estaba loco por mi nieto, lo tenía como al rey de la casa, y ahora el niño se queda sin su padre y... le destrozaron la vida...

Y esa brecha que tiene en la frente y que le hizo la puta de su novia a saber con qué, y esa raja en la muñeca... Mi dolor más grande es que siempre le dije que Sonia no le convenía, que no era una buena mujer, siempre tan callada y tan rara... Una madre nunca se equivoca, tú lo sabes, porque yo conocía a mi hijo mejor que nadie y era la mejor persona del mundo, la mejor persona... ¡Mi niño, dormido aquí con nosotros!

Notas del inspector

El cadáver se encontraba tendido sobre la alfombra del comedor con las piernas hacia el sofá y la cabeza muy cerca de la pata de una de las sillas. Presentaba una herida de 3 cm en la cabeza y otra herida por arma blanca en la muñeca izquierda. Se ha encontrado sangre en uno de los cuchillos que estaban sobre la mesa. A un lado del sofá se encontró media botella de cerveza rota y sobre la mesa de cristal se hallaron los fragmentos de la otra mitad. No se encontraron otras cosas de interés.

Declaración de la homicida

A mi marido lo conocían en el edificio, o más bien conocían su mal genio. A mí también me conocen bastante bien y tengo muy buena relación con algunos vecinos, por eso alguien los llamó a ustedes cuando oyeron los golpes. Sí, los golpes, empezando por el portazo que dio al entrar y que según tengo entendido se oyó por todo el edificio. Desde luego, el niño lo oyó, porque se despertó llorando y temblando como un flan, el pobre.

Sí, tiene -tenía- muy mal genio, sobre todo cuando bebía. Sí, sí, bebía bastante, bebía mucho y fumaba mucho más, y eso que el médico le había dicho que su corazón no estaba bien y que tenía que dejar todos esos vicios de inmediato, pero él no hacía caso. Yo siempre trataba de recordarle el dolor del primer infarto y lo mal que lo había pasado. Habíamos, más bien, porque yo, al contrario que él, nunca llegué a olvidar aquellos días.

Sí, discúlpeme, me he distraído. Verá, él llegó a las cinco de la mañana porque había salido con unos amigos suyos, y venía tambaleándose, como muchas noches. Al oír el portazo, lo primero que hice fue coger al niño para tranquilizarlo y después ir hacia el salón para ayudar a mi marido a acostarse. Él me empujó y el niño empezó a llorar más fuerte, así que los dos estábamos muy nerviosos. ¿Cómo dice? Ah, eso... no había quitado la mesa desde la cena porque quería que supiera que llevaba esperándole desde las nueve y media. Qué tontería, ¿verdad?, como si se fuera a sentir culpable por eso.

Bueno, después de empujarme, fue hasta la cocina a por una cerveza. Yo le dije que haría mejor en acostarse, que ya había bebido bastante. Él me gritó y me insultó, y volvió al salón para tomarse la cerveza viendo la tele. Cuando se quedó dormido y yo acosté de nuevo al niño, la apagué y él se despertó muy enfadado; me amenazó, cogió la botella por el cuello y la rompió contra la mesa. No, la de madera no, la de cristal. Yo me puse detrás de la mesa del comedor mientras él intentaba cortarme, y estaba tan desesperada que al final cogí uno de los cuchillos y se lo intenté clavar en un costado, pero sólo le rocé la muñeca.

Entonces él se quedó con los ojos muy abiertos, muy quieto, y dio algunos pasos hacia atrás. Soltó el cuello de la botella, se llevó la mano derecha al pecho y un segundo después calló redondo. Al caer se golpeó la cabeza con una de las sillas, y en ese momento llegaron ustedes. Como ya sabe, la ambulancia llegó poco después pero sólo dijeron: Ya está muerto.

Sí, señor, lo había denunciado catorce veces, como demuestran estos papeles... mire, ¿ve?, pero en ningún caso me tomaron en serio.

Ah, ¿ya hemos terminado? De acuerdo. Está bien, señor, no se preocupe, estaré localizable. Sí, lo entiendo. Ah, si me permite, me llevo el té para tomarlo de camino al hotel. Está bien, hasta pronto, señor. Dile adiós al señor, hijo. Adiós. Adiós.

domingo, 31 de octubre de 2010

La tortura

No sé, lo admito, quién eres realmente, pero conozco bien tus maneras: por las noches, cuando todo a mi alrededor comienza a tomar formas extrañas y a girar en torno a mí; cuando una especie de esquizofrenia me esposa a su muñeca y me lleva a escuchar las voces de otros lugares y otros tiempos; cuando se celebra un baile de máscaras y nadie es quien parece ser, entonces apareces tú.

Me ocurre a menudo: me cogen por los brazos y me estiran como si fuera de goma. Por uno, tiran de mí hacia las estrellas, y por el otro, me mantienen encadenado a la Tierra. Y a veces yo no sé decir a unos o a otros: -¡Soltadme!, quiero ir hacia tal o hacia cuál-, no, porque soy muy indeciso y me mantengo atrapado entre dos mundos.

Y entonces tú aprovechas, y con un fragmento de tierra y otro de estrellas, te presentas ante mí con máscaras atractivas y me engañas más fácil que a un niño. Y a la hora de pedirme perdón a mí mismo, me basta con preguntar: -¿Qué culpa tengo de ver sólo lo que quiero ver?-, y si estoy lleno de nada y soy ligero, y el aire frío me empuja hasta las estrellas, ¿cómo puedo decir algo así?: -¡Suéltame, quiero seguir encadenado a este trozo de tierra!

miércoles, 27 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo V

Enlace: Capítulo IV.

Urso Medina se preguntaba aún de dónde provenía el tremendo golpe que acababa de oír no demasiado lejos de allí. Sin embargo, se encogió de hombros, entró al coche sin pronunciar palabra y se sentó en el amplio asiento trasero. A esa hora ya no había tráfico, así que en unos segundos se encontró recorriendo las calles de la ciudad a una velocidad que le pareció excesiva. -La ocasión lo requiere-, razonó, pero no podía evitar pensar que ninguna causa era más apremiante que la suya propia en aquel momento.

Mientras atravesaba las calles más oscuras del último barrio periférico, se dedicó a la tarea de conjeturar cómo había podido ocurrir un desastre como aquel. Le había irritado enormemente la acusación de Basella (¿desde cuándo tenía él que asegurarse de que el muerto estaba muerto? Su tarea se limitaba a deshaerse del cuerpo), pero, cada vez que en sus razonamientos llegaba a este punto, Urso Medina tomaba conciencia de la gravedad de su error: no debió de hacer muy bien su trabajo, si la víctima había regresado a casa por su propio pie. Sonaba cómico, pero no lo era en absoluto. Una idea fugaz cruzó su mente: se estaba convirtiendo en un extraño para sí mismo.

Por segunda vez aquella noche, el teléfono lo devolvió al mundo real. Era el propio Basella. -Qué raro- pensó, -Gerard llamándome al móvil, con lo paranoico que es. La cosa debe de ser más grave de lo que pensaba...

Justo en el momento en que descolgó, sonó un clic en el asiento del copiloto.

***

-¿Qué ha dicho? -preguntó Sara, la joven delgada de pelo corto que no había dejado de dar vueltas en círculo detrás de la silla de Samuel. Éste, dejando el auricular sobre la mesa, sólo dijo:
-Está en el Heiter.

Sara se equipó adecuadamente y subió al coche con Mikel. Mikel era un hombre de mediana edad, alto y ancho, de pocas palabras y mucho carácter, cuadriculado y meticuloso. Encendió las luces, dio un brusco acelerón y enseguida dejaron atrás el polígono industrial. -Casi no tenemos morfina- dijo Sara.
-Nos apañaremos.

Atravesaron a toda velocidad las principales arterias de los barrios y la ciudad, y al pasar por delante de las casas en las calles más pequeñas, algunos mendigos se salvaron de ser atropellados sólo gracias a sus buenos reflejos y a que les avisó el ruido cercano de los derrapes al doblar las esquinas.

Abandonaron la zona residencial de la ciudad y entraron en una ancha avenida.

A lo lejos, un Lamborghini Gallardo negro reflejaba la luz naranja de las farolas. -Mira- dijo Sara, -ése es el número uno de Basella-. No hizo falta decir más: Mikel aceleró hasta colocarse a su izquierda mientras Sara acoplaba el silenciador a la pistola. Hizo tres disparos y el último de ellos dio en su objetivo, que era la rueda delantera. El conductor del Lamborghini perdió el control y acabó estrellándose contra la barrera, y Sara miró las chispas por el retrovisor un segundo antes de que Mikel doblara tranquilamente la esquina y, tras atravesar dos calles más, aparcara en la puerta del hotel Heiter, donde esperaba Urso Medina.

***

-¡Urso! -gritó Basella a través del teléfono-. ¡Nos han tendido una trampa! ¡No subas al coche! ¡Vuelve a la habitación y espera mi llamada! ¡Maldita sea, Urso, contesta!

Clic.

Una figura cubierta con pasamontañas le apuntó a la frente con una pistola. Urso Medina dejó el teléfono sobre el asiento y levantó tímidamente las manos. -Un poco tarde- dijo, contestando a la advertencia de Basella. Tarde, sí, demasiado tarde. Mikel sabía lo que se hacía: era preciso y matemático, y no desperdiciaba un segundo porque sabía que otros podrían utilizarlo en su contra. Formaba un equipo perfecto con Sara.

El coche zigzagueó por tercera vez entre las casas de ladrillo y atravesó interminables carreteras hasta llegar a un lugar en medio de ninguna parte. Se apartaron de la carretera y Mikel detuvo el coche a una distancia más que suficiente. Se bajó y abrió la puerta de atrás, y enseguida le colocó a Urso Medina un pañuelo en la cara. Éste se quedó algo atontado, pero sabía lo que debía hacer y fingió dormir profundamente. Mikel se metió de nuevo en el coche y, lentamente, subieron hasta la carretera para continuar por un estrecho camino de piedras.

Al cabo de un rato, Urso Medina escuchó ruido de disparos. Sara dijo: -¡Mierda, nos siguen!-, y uno de los disparos rompió la luz de freno derecha.

-¡Acelera, Mikel, joder, tenemos que salir de aquí!

Urso Medina siguió oyendo disparos durante unos minutos e incluso, con los ojos entreabiertos, vio la luz de unos faros reflejada en la carretera junto a él. -Nos han seguido- pensó, -pero ¿desde dónde? ¿Cómo sabía Gerard hacia dónde me llevaban? Cuando me llamó, ni siquiera sabía que había subido al coche; aunque mi silencio debió de dejárselo bastante claro...

Apenas unos segundos después, se dio cuenta de que habían dado esquinazo a los de Basella y sus pequeñas esperanzas desaparecieron casi por completo. Al cabo de un rato, entraron en un polígono industrial y él distinguió a duras penas el cartel de la extensa nave a la que lo llevaban: Laboratorios Caralt & Fuenllana.

-Es imposible... No puede ser... -pensó, y en ese mismo instante se desmayó.

Al despertar, advirtió que le habían cubierto la cara con un pañuelo y le habían maniatado. Se encontraba sentado en una silla de escritorio y todo parecía estar totalmente a oscuras. Una voz le sobresaltó. Una voz femenina que recordaba demasiado bien:

-Buenas noches, señor Medina. No se asuste por el pañuelo, tan sólo es que no podemos permitir que vea algunas de las caras que se encuentran a su alrededor. Usted y yo somos viejos amigos, ¿no es así? Tal vez el nombre de los antiguos laboratorios Caralt & Fuenllana le traiga algunos recuerdos. Y ahora creo que es el momento de que me cuente la verdadera historia de mi hermana Natalia...

sábado, 23 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo IV

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo III.

- Un momento, señor, voy a comprobarlo.

Es muy tarde. Ha estado lloviendo toda la maldita noche. Una de esas agobiantes lluvias de verano. Ya no cae agua pero el aire está empapado de ella, como si manase de la tierra, como si rebotase hacia el cielo, como si las gotas saltasen como chispas del calor de la tierra encendida y apretada. Todo está lleno de barro y sus cuerpos chorreando. Las ropas, negras de humedad.

Las farolas alumbran la tierra y la luz de la luna todo en derredor, y el resplandor de las ciudades rebota en el horizonte y lo pone todo rojo, el cielo, el suelo. Ese rojo de polígono tan familiar y tan sórdido en que se ha convertido la atmósfera de los campos y de las montañas, de las llanuras y de los valles. Lo que antes fue luz azul acuática de luna clara ahora es anaranjado estertor de brillos industriales.

La llanura es más plana y más extensa de lo que nunca fue, y rodeada a todos lados por vías de tren y carreteras que la encierran, como una muralla. Los ferrocarriles están lejos pero a él le parece que están a su lado y escucha las máquinas pitando y moviéndose y el estallido de los coches que recorren el asfalto, casi en su oreja. La inmensidad de la planicie le pone enfermo y le hace sentirse desnudo y cree que todo el mundo puede observarle desde las ventanas de los autos y desde el frescor de los vagones y señalarle mientras hace lo que hace. Nunca deseó tanto vivir entre montañas.

Sus dos empleados se fuman cigarrillos compulsivos y le miran, mientras se quitan el agua de la frente y se preguntan qué paso dar. En medio de los tres hombres bajo la luz roja y enferma que rebota la luna está el bulto inerte envuelto en cortinas y en abrigos como lienzos.

Yo no quería hacerlo… no quería hacerlo pero lo hice, ¡maldita sea!

- Sé lo que se trae entre manos.

No podía quitarse de la cabeza esa maldita conversación en el Palacio de Congresos.

- He visto lo que ha estado haciendo con esa chica. Conozco lo de sus abusos.

- Mira… creo que te estás equivocando.

- Le voy a decir una cosa: eso es acoso laboral. Y cuando se enteren los jueces no sé cómo le va a sentar a su carrera.

- Creo que te confundes, yo…

- No me venga usted con cuentos. Está usted jodido, señor mío.

Esa puta… yo no quería, ¡no quería hacerlo! Sólo quería hablar, lo juro. En realidad quería ofrecerle dinero. Estaba dispuesto a tapar con dinero su puñetera boca. Le metería tanto dinero que no se reconocería ni a sí misma, ¿eso es malo? No, ¿verdad?
Pero ella se asustó, creyó lo que no era… echó a gritar, echó a correr… mientras corría pedía auxilio… hice lo primero que se me ocurrió.

Y ahora está aquí, frita, en el suelo. Tan quieta y tan tiesa como un boquerón. Envuelta en lienzos como los viejos guerreros cuando los llevaban sobre escudos para quemarlos en el bosque. Pero esto es muy distinto.

La misma historia que se había repetido a sí mismo tantas veces… ¡yo no quería! Pero la había olvidado, la había enterrado en algún trastero en su memoria cerrado con siete llaves.

De vez en cuando le volvían los vacíos, los mareos y las angustias. Recordaba cómo le temblaban las piernas hasta casi dejar de sostenerle, cómo le recorrían la frente sudores fríos que le helaban en medio de la húmeda y tórrida noche del agosto máximo. Recordaba la sensación de vaciársele los ojos secos, de licuársele la sustancia misma del cerebro y caer como en un wáter por la cañería de su cuerpo justo hasta la parte más innoble.

¡Qué miedo da matar, maldita sea!

- ¿Y qué hacemos, Gerard?

- Yo que sé qué coño hacemos…

Y esa palabra escupía el humo del enésimo cigarro.

¿Qué hacemos? Hemos conseguido meter el cuerpo disimuladamente en el coche. Salir del Palacio de Congresos, repleto de policía… menos mal que soy quien soy. Si no, hubiera sido imposible.

Debo terminar con esto y meterlo en algún rincón oscuro de mi alma y no recordarlo jamás. Así que sé a quién tengo que llamar.

Y ojalá no tenga que pensar en ello nunca más hasta que me muera. Mañana tengo que ir a la iglesia o a donde quiera que me dejen rezar.

***

El teléfono. ¿Quién coño me llama? ¿Cómo es posible que sepan que estoy aquí? A lo mejor quieren recordarme que no se puede fumar u ofrecerme algún servicio para sacarme más dinero…

El señor Medina se quedó un minuto como bloqueado, como tonto mientras el aparato no dejaba de sonar y él se preguntaba cómo era posible sin darse cuenta de sus pensamientos. Aún embobado acercó una mano y con voz torpe contestó:

- ¿Sí?

- Señor Medina, perdone que le moleste – habló una voz plomiza al otro lado.

- No se preocupe.

- Le llamo de recepción – continuó la voz –. Una persona ha llamado al hotel preguntando por usted. Le tengo en espera. Quería saber si desea usted que le pase la llamada.

¿Cómo podían saber que estaba alojado ahí? ¡Si no llevaba ni una noche!

- ¿De parte de quién? – quiso saber Urso.

- Dice ser el señor Basella.

- ¡Basella! – un escalofrío recorrió la espalda cansada de Urso Medina.

- ¿Desea usted hablar con él?

El señor Medina dudó un segundo y casi titubeó, pero sin darse demasiado tiempo a cavilar, presionado, respondió que sí. Después sonó una voz muy distinta, profunda y oscura.

- Urso. ¿Estás ahí?

- Sí, estoy aquí.

- Soy yo, Gerard.

- Ya lo sé.

- Bueno, me andaré sin rodeos. Verás, quería…

- ¿Cómo coño sabes que estoy aquí? - le interrumpió Medina.

El hombre al otro lado tardó un poco en responder.

- ¿Dónde ibas a estar? Siempre estás en ese hotel de mierda. Llamé a tu apartamento y no me contestó nadie. ¿Ya no estás con tu mujer? ¿Os habéis vuelto a pelear?

- No, ya no estoy con mi mujer – replicó Urso, queriendo cambiar de tema.

- Bueno – contestó Gerard – la verdad es que no me importa. No te he llamado para hablar de eso.

- ¿Qué quieres? – el señor Medina empezaba a ponerse nervioso.

- Bueno… es un poco complicado hablar de eso por teléfono. Tenemos que vernos.

- No sé si puedo – replicó Urso.

- Urso, es cuestión de vida o muerte. – la voz de Basella no sonaba nerviosa.

- Tengo problemas – insistió Medina, como si no le importara.

- ¡Yo también tengo problemas! – repuso Gerard – por eso te he llamado.

El señor Medina suspiró y se frotó los ojos, cansado y mareado, y un poco harto. Mientras se le aclaraba la voz tomó aire y soltándolo dijo:

- Mira, tienes que contarme de qué va la historia porque si no, no sé si me interesa.

- Claro que te interesa, Urso. Sabes que siempre juego con mucho dinero.

- Ahora mismo me importa una mierda el dinero – admitió Medina, recordando su triste salud.

- No eres tan rico como yo, Urso.

- Te aseguro que, ahora mismo, me da igual el dinero.

- Bueno… ¿podemos vernos o no?

- Dime qué pasa… dímelo aunque sea por encima, joder. Pero si no me dices nada no pienso mover el culo de esta habitación.

Se hizo un silencio largo y tranquilo al otro lado. Como si Gerard se lo pensara o, más bien, como si quisiese dar una muestra de su autoridad haciendo entender que reflexionaba. El sonido inconfundible de una calada precedió a sus palabras siguientes:

- Bueno, seguro que te acuerdas de aquella mujer… Natalia. Natalia Fuenllana.

A Urso casi le molestó recordarlo.

- Sí, me acuerdo perfectamente.

- Bueno… recuerdas que tuve un… problema con ella.

- Sí.

- Y que tú simplemente te ocupaste de todo.

- Sí, me acuerdo, ¿y qué? Eso está resuelto. Hace años que no me dedico a esa clase de cosas.

- Pues parece que no lo resolviste tan bien, Urso.

- ¿Por qué dices eso?

- Está viva, Urso. Está vivita y coleando. Ha estado viva estos diez putos años y nosotros, tan tranquilos.

- ¿Qué? – exclamó Medina – eso es imposible. Imposible – remarcó.

- Te juro que no es imposible. Y lo sé porque me ha escrito. Me ha llegado una carta suya esta misma mañana.

Urso no contestó, por lo que el señor Basella siguió hablando:

- Tengo que verte inmediatamente. Tengo que enseñarte la carta, que me digas qué piensas, qué debo hacer y, sobre todo, qué coño hiciste esa noche con ese cuerpo. Y quiero saber por qué salió mal y por qué, aun así, te quedaste con mi puto dinero.

En otro momento, a Urso Medina le hubiese asustado considerablemente que Gerard Basella le hablase en ese tono, que desconfiase de él y que le pidiese explicaciones sobre un asunto de ese tipo. Le hubiera asustado incluso mucho, pero, en esa noche concreta y en ese preciso momento, a Medina sólo podía asustarle una cosa y todo lo demás carecía de importancia. Aun así contestó:

- Gerard, te juro que yo lo hice todo correctamente.

- Bueno – zanjó Basella, calando el cigarro – tengo que verte cuanto antes. ¿Cuándo y dónde?

- Estoy en el Hotel Heiter, ya lo sabes.

- Bien, ¿no quieres que te recoja en otro lado?

- Me da un poco igual.

- De acuerdo. En cuarenta minutos estate en la puerta. Pasarán a por ti. Después hablaremos.

- Está bien – contestó Medina.

- Hasta luego, Urso.

- Adiós.

El señor Medina colgó el teléfono y se fundió con el silencio. Estuvo un rato con la mirada perdida en el vacío, como noqueado. Que aquella misma noche, justo en un momento como el que estaba viviendo, la parte más recóndita y más siniestra de su pasado fuese a buscarle al último rincón del mundo para revelársele de nuevo le parecía demasiado.

Se levantó sin pensar, embobado. Dio un último trago al Loch Lomond y miró a su alrededor, como si buscase algo. Tenía que darse prisa. Quizá no le interesara el asunto que Basella tenía que explicarle, quizá incluso tuviera problemas. Pero en su situación le daba igual todo eso y, al menos, tendría algo que le mantuviese ocupado – aunque fuese para mal –. Después de todo no tenía mayor entretenimiento y era eso en lo que debía pensar si no quería volverse loco.

Aprovechó los cuarenta minutos que le había dado Gerard – y que serían, conociéndole, cuarenta minutos de reloj – para darse una ducha. No tenía otra ropa con la que cambiarse pero al menos se quitaría del cuerpo algo de olor a whisky. Y de los viejos tiempos recordaba que a Gerard Basella había que enfrentarlo presentable.

Mientras se metía en la ducha, recordaba. Recordaba una llamada como aquella, intempestiva, hacía diez años. “Estoy en mi villa, en el campo, ven inmediatamente. Ya conoces el camino”.
Y allí el cuadro terrible, como todos los que encontraba Urso Medina en aquel tiempo cuando se dedicaba a aquellas cosas a las que alguien tiene que dedicarse. En los momentos difíciles hay que resolver asuntos difíciles para sobrevivir. Aunque nunca hubiera pensado, hasta aquel día, que alguno de los trapos sucios por lavar fuera ni más ni menos que del señor Basella.

Pero ahí estaba él, en su lujosa villa del campo, con dos de sus empleados y un fiambre entre los tres. Ahí estaba, esperándole, con las manos tan sucias como el alma y sin saber qué hacer con aquel cuerpo.
“Recuerda que me debes un favor, Urso”. Y era verdad, le debía muchos. Incluso ahora, diez años después y tras haberse convertido en un hombre más que respetable, todavía le debía más de uno.

Seguía pensando en todo esto cuando bajó a la calle y comprobó, sin gusto, que volvía a llover. Esperaba bajo la marquesina del autobús, frente a la puerta del Hotel Heiter, a que llegase el coche que le recogería.
“Este es Urso Medina”, solía decir Basella cuando le presentaba a algún cliente. “Un tipo discreto, callado, sencillo. Y ha sido portero en un bar de copas: ¡eso es una garantía de profesionalidad para esta clase de trabajos!”. Y así, esforzadamente, manchándose las manos un poco y mucho el corazón, consiguió subir hasta donde había llegado. De vez en cuando Gerard solía recordarle: “no olvides que estás dónde estás por mí, Urso. No lo olvides por si alguna vez te necesito de nuevo”.

Pero no había vuelto a necesitarle otra vez. No hasta esta noche. No en tanto tiempo que el señor Medina se había acostumbrado, por fin, a ser únicamente un tipo respetable y con dinero. Un tipo normal acomodado e importante. Hasta que el destino se había conjurado para golpearle en el refugio defectuoso de sus células y para rematarle, quizá, con el pasado encarnado en Gerard Basella y reconvertido en alguna historia turbia como la de los viejos tiempos.

Esos tiempos fugaces y turbulentos que ponían el único paréntesis a su existencia, un paréntesis tan doloroso como excéntrico; una turbulencia que perturbaba la línea recta de sus años idénticos y mediocres. Paréntesis que se abría tras una vida de ocupaciones corrientes y miserables y que se cerraba para dar paso a otra distinta de aburrida y triste prosperidad no menos anodina.

Seguía con todos estos recuerdos y preguntándose, también, cómo podía seguir viva Natalia Fuenllana y por qué alguien se empeñaba en amargarle el poco tiempo que aún tenía, mientras la lluvia caía en torno a él y un coche negro se orillaba para ponerse al lado suyo.

Gusanos

Ahora que al fin me visitas, irrumpiendo en mi habitación, acercándote a mí silenciosa y ruidosamente y quedándote de pie frente a mi cama, con los brazos en jarra, intuyo que esperando una explicación o tal vez una palabra de gratitud, sé que me demandas una confesión.
Pues bien, mira un segundo: ya ves que mi carne no yace entre sábanas blancas; ¿o esperabas encontrar algo extraordinario? Si es así, no es aquí donde has de buscar. ¡Desaparece! ¡Desaparece! ¿O acaso no es eso lo que querías?
Ya, ya entiendo tu silencio.
Es irónico y cruel, tan propio de ti... Porque tú no ignorabas mi deseo de alimentar a los gusanos, pero no con carne propia sino ajena, ajena y cercana, tanto que de ella sólo me separan un abismo y ahora tú. Deseaba un aire limpio, detesto este aire podrido que tinta de negro los pulmones y el corazón. Quería silencios y ausencias y casas abandonadas. Te quería a ti en tantos rincones, en tantos hogares, en tantos lugares...
He aquí mi confesión, y sin embargo, ¡qué irónica y qué inoportuna eres! ¡Me pides una explicación tú, hija del tiempo, espectro maldito, ahora que por fin te dignas visitarme y que es demasiado tarde para todo!

jueves, 21 de octubre de 2010

El golpe final

Cedí unos centímetros el día que me dijiste que quizá las cosas saldrían bien. Desde entonces he descubierto que cerrar los ojos sólo sirve para tropezar con las piedras del camino, y ahora con los huesos rotos no se puede desandar lo andado pero tampoco seguir adelante.
En este invierno final no hay nieve y los árboles mueren por miles, y podría mencionar algunas cosas sobre el bosque siniestro que nos aguarda. Pero en el viento hay demasiadas voces y la mía se mezcla entre ellas como si pesara menos que un diente de león, así que ¿quién les prevendrá? Oigo que una de las voces dice algo como: Todo terminará bien.
Y ahora me quieres asestar el último golpe, pero olvidas que soy un jabalí herido y loco. Intentas huir pero te alcanzo, y los árboles muertos se inclinan para escuchar el último aliento de alguien que dijo que tal vez, algún día, las cosas podrían salir más o menos bien.

sábado, 16 de octubre de 2010

Cama de cartón

Llevo ya algunos meses fuera de casa. Tal vez debería empezar por ahí: debería explicar en primer lugar mi situación.
Desde hacía algunos años, las cosas en casa se habían vuelto insoportables. Mi mujer bebía, bebía como cincuenta, e imagino que todavía lo hace, si es que aún no ha contraído cirrosis. Vivía yo, vean, con una borracha maloliente. Esto es así porque, al caer cada noche o cada dos noches sobre el viejo sofá del salón, abrigada como venía de la calle y acalorada por el alcohol, comenzaba a sudar de una manera espantosa. A esto había que sumarle el olor del tabaco adherido a una ropa que se cambiaba muy de vez en cuando. A veces, durmiendo yo en la habitación, me despertaba por el mal olor y tenía que abrir todas las ventanas, a pesar del frío que hacía en la calle.
Una vez vino a visitarme una antigua amistad a la que hacía tiempo que no veía, y llegó tan de improviso que no tuve tiempo de adecentar la casa. Sólo tuve tiempo de despertar a mi mujer para que dejara libre el sofá y se fuera a dormir a la cama, pero no lo conseguí: tuve que tirarle del brazo para incorporarla y dejarla sentada allí mismo. Pretexté ante mi amigo que se encontraba enferma, y, puesto que no iba a abandonarla en esa situación, no podía llevarme a mi invitado a tomar un café en la avenida o a cualquier otro sitio, así que en ese estado lamentable pasamos la tarde. Él, por supuesto, se excusó muy temprano, sin duda por lo incómodo que resultaba hablar conmigo mientras una mujer sucia y borracha roncaba a mi lado como un trasto viejo.
Y en este punto ocurrió algo realmente curioso: mi amigo volvió a visitarme al día siguiente. Esta vez se quedó más tiempo, y durante su visita observé que, a intervalos, lanzaba algunas miradas a mi mujer. No quise precipitarme ni acusarle de algo de lo que no estaba seguro, así que guardé silencio sobre el tema y actué como de costumbre. Aquella tarde cogió su sombrero y nos despedimos con el mayor afecto.
Pero volvió una vez más, y después otra vez, y yo empecé a sospechar seriamente de mi amigo. Por supuesto, traté de convencerme de que todo eran estúpidas invenciones mías y de que no debía hacer ningún caso de mis sospechas, hasta que en una ocasión me habló aparte, y me confesó que se sentía atraído por mi mujer. Yo asomé la cabeza para asegurarme de que me hablaba realmente de ella, y, si he de ser sincero, no podía creerlo ni por un instante. La veía allí, de cualquier manera, sobre el sofá, haciendo aquel ruido tan desagradable, manchada de sudor, oliendo a... en fin, oliendo francamente mal, y me preguntaba si él no se habría vuelto rematadamente loco. Barajé la hipótesis de que en el aire se hubiera mezclado alguna sustancia venenosa que le hubiera afectado, tal vez vapor de mercurio o alguna cosa parecida, pero me parecía altamente improbable. Me sorprendió tanto su confesión que durante unos segundos fui incapaz de hablarle. Finalmente, pude decirle algunas palabras. «Mi querido amigo», dije, «si estás seguro de tus sentimientos (¿pero realmente lo estás, querido amigo?), y si eres correspondido y aceptas cargar con ella el resto de tu vida... esta casa y todo lo que hay en ella es tuyo desde hoy».
Él no cabía en sí de satisfacción. Pero tuvo una curiosa forma de agradecérmelo: me hizo cederle legalmente todas mis propiedades, y después me echó de allí, como se echa a un desconocido o a un testigo de Jehová.
Así que, por este acontecimiento surrealista, me veo en la calle en esta noche tan fría en que presiento que se acerca mi final. Puede parecerles gracioso, señores, pero les aseguro que no lo es en absoluto. Me duelen los huesos, me duelen muchísimo, y no tengo para taparme más que un cartón enmohecido y algunas hojas de periódico.
Y un policía se acerca a mí y me dice: «Eh, tú, no puedes dormir aquí». Y yo le contesto: «¿Y qué me puede importar? ¡Lárguese! ¡Lárguese, estúpido! ¿Acaso no ve que me estoy muriendo, helado y solo en este sucio cartón?».

martes, 12 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo III

Enlace: Capítulo II

Primavera de 1980


La única luz que hay en la calle es la de la luna, que forma claros allí donde los rayos logran sortear los tejados de los edificios. Si alguien mira con la suficiente atención la esquina correcta del edificio que se encuentra dos manzanas por debajo del bar El Castillo, verá de reojo una silueta moviéndose con extremada cautela calle arriba. Pero muy poca gente se hace al frío de la calle, y los más valientes tienen cosas más importantes a las que dedicar su atención.

La sombra se desliza entre las cajas de cartón sin hacer el menor ruido, esquiva la basura acumulada en el callejón y se pega a la pared cuando oye que se abre la puerta lateral del bar. La luz ilumina restos de comida y algunas latas vacías, y se oye mucho más alto el bullicio de los clientes habituales... y de otros que no lo son. Uno de los camareros arroja una bolsa de color negro y enseguida las ratas se amontonan alrededor. Después, cierra la puerta y todo vuelve a quedar en penumbra.

Pese a la oscuridad, la sombra consigue apilar algunas cajas en forma de escalera, colocándolas y subiéndose encima de manera que soporten su peso sin doblarse. Haciendo equilibrios, llega a la ventana del almacén, da un suave empujón para abrirla, toma impulso y se cuela dentro sin demasiado esfuerzo.

Toma la precaución de no caer sobre ninguna botella, y se agazapa atento a cualquier sonido que se produzca en la escalera. Así transcurren unos minutos. Después se levanta, saca una pequeña linterna del bolsillo derecho y la enciende. Encuentra una caja de cervezas y muerde el cuello de una de ellas para abrirla. Se toma una y después otra y otra más, hasta perder la cuenta y la noción del tiempo.

Se despierta al oír pasos en la escalera, y el tipo que abre la puerta y enciende la luz lo encuentra rodeado de vómito y con los pantalones mojados. La pequeña silueta se tapa la cara y el joven se queda en la puerta mirándolo sin saber qué hacer. Entonces, coge del suelo la caja que traía consigo y la apila junto a las que tiene más cerca.

-Mira qué tenemos aquí -dice-, un pequeño hijo de puta trepando por la pared para robarnos la cerveza. Supongo que eres tú el que se cargó el cierre de la ventana la semana pasada, ¿no es así? Así que por fin te tenemos...
-Yo no he hecho nada...
-¿Qué has dicho?

Pero no hay respuesta, y el joven le aparta el brazo de la cara para verlo bien. Se trata de un niño de apenas quince o dieciséis años. Qué has dicho, le vuelve a preguntar, y el niño contesta:

-Yo no he hecho nada, joder, suéltame.
-Muy bien, pero ahora mismo vas a contarme qué coño haces aquí si no quieres que llame a la policía.

Y así es como se produce el encuentro de dos personalidades muy difíciles: la de un niño asustado, que se niega a hablar, que sabe que se ha metido en un lío, y la de un tipo algunos años mayor, canoso de echar a patadas a la gente de mal vino y sin ganas de tener más problemas de los que ya tiene. Y sin embargo a veces ocurre que personalidades así, tan fuertes y distintas, al cabo de un rato, quién sabe por qué, Dios sabe si porque no hay más alternativa o porque en realidad esas personalidades no están tan lejos la una de la otra, se acaban encontrando y compartiendo un cigarrillo a las cuatro de la mañana en un almacén cualquiera en el sur.

-En resumen, que te has escapado de casa y no puedes volver.
-Ajá.
-Parece una mala película de Hollywood.
-Las películas de Hollywood acaban bien.
-Vamos, seguro que tu padre no es tan mal tipo. Todo tiene arreglo en esta vida.
-¿Quieres que te vuelva a enseñar las marcas?

Él hace un gesto de dolor y le dice que no es necesario. Después le pregunta:

-¿Cómo te llamas, pequeño ladrón de cervezas?
-Raúl.
-Yo me llamo Urso.
-¿Urso? -Raúl se ríe-. Venga ya, nadie se llama Urso.
-Yo sí.
-Qué nombre tan estúpido.
-Gracias. Al menos yo no voy por ahí robando cervezas.
-Cierto, a ti te va mucho mejor: tienes que quedarte toda la noche recogiendo el almacén después de cerrar el bar. Qué envidia.
-Oh, ¿en serio? ¿Y qué quieres ser tú de mayor, señor importante?
-Voy a ser empresario. Un gran empresario, de los que ganan millones. De pequeño quería ser futbolista, pero ahora quiero ser de los que compran equipos de fútbol. Voy a tener una casa enorme con piscina, y me voy a casar. Quiero tener cinco o seis hijos, ¿sabes lo que digo? Y cuidar de ellos, no romperles los huesos.

Raúl habla con total convicción, no duda un segundo al hablar de su futuro. A pesar de todo, resulta ser un buen chico, piensa el joven Urso. "Y cuidar de ellos, no romperles los huesos". ¿Quién podría pegar a un niño? Es decir, pegarle de esta manera, pegarle hasta este punto. Es un buen chico, piensa, y pasan una o dos horas hablando y bromeando, y Urso le llama pequeño sinvergüenza y se ríe con él. Tal vez era esto lo que el niño necesitaba, piensa. Tal vez no necesitaba nada más, sólo alguien que le hiciera un poco de caso.

Ahora, treinta años más tarde, Urso Medina recuerda aquella noche con cierta nostalgia. Ciertamente le habría alegrado ver que Raúl se convertía en alguien importante, que salía de aquella casa en la que una semana le rompían un brazo y la semana siguiente una pierna y nadie le hacía ningún caso, y que montaba un pequeño negocio que iba progresando, y que al final la gente lo acababa llamando señor Raúl. Pero la vida es irónica. La vida es cruel, porque nos hace sacar pecho como si fuésemos dioses y al final nos demuestra que estábamos equivocados. Lo que a Urso le duele es que la vida de Raúl terminase de aquella manera tan cruel, por un golpe mal dado o dado demasiado fuerte, o por una mala caída, como había oído decir después en su calle.

-A lo mejor es que nadie es importante realmente -piensa-, por lo menos en términos absolutos. A lo mejor es que no somos más que un estorbo, y hoy estamos y mañana no estamos. Y tal vez nadie se merece que le traten de usted o le digan señor. Ante la muerte todos somos iguales.

El timbre del teléfono lo saca de su reflexión. Urso Medina lanza un suspiro. Pequeño sinvergüenza, piensa, y descuelga el auricular justo antes de repetirse que la vida es a veces irónica y terriblemente despiadada.

lunes, 11 de octubre de 2010

La hora del señor Medina. Capítulo II

Por Javier Solera.

Enlace: Capítulo I

Había dejado de llover cuando el taxi llegó a la dirección indicada. La lluvia había parado, sí, pero el cielo seguía completamente blanco y el señor Medina tenía todavía empapado la gabardina plomiza, helada. Pagó al chófer sin mirarle a los ojos y salió del coche sin decir adiós, quedando como pasmado en el borde de la acera mientras escuchaba el motor alejarse a su espalda, perdido en medio de otros cientos de ruidos. La gente iba y venía de un lado para otro.

Dio unos pasos lentos e indecisos y se alineó con la esquina del primer bloque en la avenida. Su vista ascendió pesadamente piso a piso, recorriendo la antigua construcción manchada de humo y erizada de cresterías y de frisos adornando los numerosos balcones. Un toldo verde empapado bajo una gran roseta arropaba la entrada. Edificio Heiter, donde se alojaba el hotel de mismo nombre.

Urso Medina avanzó como sin pensar a lo largo de la acera hasta que accedió al bloque. Estaba claro que el personal del hotel le recordaba perfectamente, pero nadie hizo ademán de saludarse ni mostró interés o alegría por verle de nuevo.

Se acercó al mostrador de recepción mientras contemplaba el espectacular vestíbulo, elegante, galdosiano. Una gran escalera de piedra se bifurcaba a ambos lados para dar paso a las galerías, que se sucedían una sobre otra, repleta de habitaciones, hasta llegar muchos pisos más arriba a un techo acristalado.
El recepcionista le dio unas llaves y le indicó el número de su habitación. Justo la que el señor Medina había pedido, la que había ocupado en todas sus estancias: la 2.5. Piso dos. Habitación cinco.

En otras ocasiones había disfrutado subiendo las altas y empinadas escaleras, pero en aquel momento se sentía debilitado y utilizó el antiquísimo y crujiente ascensor de madera. Recorrió la galería ruidosamente - no había ni un alma - hasta llegar al dormitorio arrinconado en una esquina. Estaba tal como siempre.

El señor Medina se puso a rememorar, como buenamente pudo, todos los momentos vividos en aquel hotel. Momentos que por demás eran tan idénticos como mediocres. En general, su vida había sido una pura rutina, en la que cada día era difícil de distinguir del anterior y del siguiente.
Sus largas estancias en el Hotel Heiter eran generalmente insustanciales, salvo por la alternancia de ciertas mujeres a las que a veces se atrevía a traer, quizá, con el fin de marcar una diferencia en el paso rutinario de aquella recta carretera.

Al señor Medina, no obstante, siempre le había gustado alojarse allí. Está claro que había hoteles mucho mejores en la ciudad y que él podía permitírselos, pero le costaba acostumbrarse a algo porque no terminaba de sentirse cómodo hasta conocer el más mínimo detalle. Y había dormido tantas noches en aquella habitación - por motivos de trabajo - que sabía perfectamente el funcionamiento de cada pieza, dónde estaba todo y cómo latía el pulso del servicio. Prefería la tranquilidad y el control a un lujo de la naturaleza que fuera, por otro lado caro e inútil.

Dejó sus trastos por encima de la cama mientras se sonaba la nariz. Le resultaba estúpido que, en su actual situación, lo más engorroso para él fuera un miserable resfriado. Pero por lo pronto no sentía mayores molestias en su salud que las que le habían llevado a visitar al médico. Molestias en todo caso totalmente menores; tal había sido su sorpresa al recibir el fatal diagnóstico. Hubiese jurado que su dolencia era una minucia, ya que no se encontraba mal especialmente.

Se sentó pesadamente en la cama y miró en derredor. La moqueta verde y las paredes color cereza le daban a la habitación un tono asfixiante saturado de color, congestión agravada por el rojo intenso de las sillas de inspiración neoclásica. La única nota de serenidad la ponían las cortinas color crema, del todo discretas y corrientes. El resto de los muebles era también a imitación de épocas más nobles. Casi la tele, no renovada en muchísimos años - quizá ni se viera hoy día - parecía unirse a esa rememoración. Y todo el menaje tenía la misma inscripción, impresa o bordada: Hotel Heiter - Calle Berlín, nº 1.

Abrió una botella de Loch Lomond que encontró en el minibar y se sirvió una copa en vaso ancho, con tres hielos. Le hubiese gustado añadir limón a la mezcla, pues era poco dado a la bebida y le costaba tolerar los sabores fuertes; pero en la nevera no había más refresco que algunas botellas de tónica, la cual odiaba.
Un whisky excelente, se dijo sin embargo. Si algo le hacía sentir simpatía por el Hotel Heiter era el buen gusto de sus responsables por las importaciones. Cuando agitaba el vaso aireando el caldo le dio por pensar que quizá estuviese contraindicado para alguna de sus medicaciones, o que sería un agravante de su enfermedad.

- Agravante... - se dijo - ¿Puede esto ser más grave?

Empezó a beber, y cuando se dio cuenta había bebido varias copas. Durante aquel rato que no supo medir en el tiempo su cabeza sufrió una explosión. El miedo, las dudas y la confusión más angustiosa salieron de su mente y como un enjambre volaron a su alrededor; un huracán enloquecido e invisible y terrible porque sólo lo podía escuchar él mismo, sentir sus ráfagas cortantes. Así se mantuvo bebiendo y cavilando en el desasosiego hasta que todo, de repente, paró. Le pareció como si ese remolino de emociones dolorosas se hubiese quedado de repente atrapado en alguna diminuta cajita, encerrada en algún rincón escondido de su cuerpo.

Sabía que su mente se había bloqueado y que había entrado en un estado de choque. Que todo se había detenido porque su cabeza no podía seguir procesando esa información - como quizá ningún hombre pueda -. Que todo aquello estaría ahí encerrado hasta que, justo antes del fatal momento, estallaría y empezaría a devenir en locura.
Como si en ese momento la cercanía al abismo le infiriese una fuerza o una determinación desconocidas, dejó por un segundo sus divagaciones y se dijo a sí mismo que debía hacer algo. Que debía aprovechar ese lapso en que el choque sustituiría al pánico puro y duro. Que tenía que dejar algún tipo de impronta en su propia existencia absurda antes de que el miedo en su estado más puro volviera a convertirlo en un pelele.

Así pues, nervioso, se puso de pie y empezó a recorrer la habitación, reconcomiéndose. Tenía que hacer algo, ¿pero qué? ¿Para qué aprovechar el breve espacio hasta la hora definitiva? Simplemente supo ponerse a recordar. Empezó recordando su primera noche en el hotel y todas las otras, que habían sido muchas. Siempre le había gustado alojarse ahí, incluso cuando no le obligaba ningún motivo laboral; incluso cuando aún no había perdido el contacto con su familia.

Luego, como un flash, le vino a la mente un momento olvidado hacía años. Uno de esos episodios de la vida que, sin motivo alguno, todos tenemos como velados, como apartados, como si nunca hubieran sido. Un episodio tan corriente como cualquier otro.

Un episodio que sucedió en un almacén situado sobre un bar, en un callejón, en aquella ciudad del sur.

La hora del señor Medina. Capítulo I

Éste es el primer capítulo de un relato conjunto escrito entre Javier Solera y yo. Él escribirá los capítulos pares y yo los impares. Espero que les guste.

Y así comienzo a novelar
la historia de lo que será
cuando las cosas vayan a peor (...)

Nacho Vegas, Monomanía

-Con franqueza, señor...
-Señor Medina, ya se lo he dicho.
-Bien, señor Medina... el pronóstico no es bueno. No puedo darle con exactitud la estimación que me pide, pero, si acepta mi consejo, lo mejor que puede hacer usted ahora es irse a casa y poner en orden sus asuntos.
El señor Urso Medina repite una vez más la conversación en su cabeza mientras avanza por el amplio pasillo en dirección a la salida, donde debe esperar al taxi que la mujer de recepción, una señora gruesa y malhumorada, le acaba de pedir a regañadientes. Aún es pronto para empezar a comprender la magnitud de la noticia y sus implicaciones, pero ya le tiemblan las piernas y está terriblemente molesto por la actitud del médico.
Tropieza con una papelera y se hace daño en la rodilla, y se enfada aún más y sus pensamientos se vuelven más sombríos, y se imagina volviendo sobre sus pasos, deshaciendo el camino recorrido a lo largo del pasillo, subiendo las escaleras, irrumpiendo en el despacho número cincuenta y tres y espetando un patético discurso:
-¡No, no acepto consejos de nadie, y menos de un estúpido como usted! ¡Se acabó, usted no siente compasión por nadie! ¡Escupe las noticias como si hablase con un muro de hormigón! ¡Pues no, señor, yo no soy ningún muro, soy un ser humano, al contrario que usted! Pero usted no sabe con quién trata, ¡ah, no, señor! ¡Le diré lo que puede hacer con sus estúpidos consejos! ¡Váyase al cuerno! ¡Váyase al cuerno!
Imagina que en el despacho, en la misma silla que él ha ocupado hace apenas unos minutos, hay una señora menuda y de pelo canoso que le mira en silencio, horrorizada, y tiene miedo de él. Pero entonces esa señora le comprende y le compadece, y siente lástima por él. Todos a su alrededor sienten lástima y eso parece reconfortarle.
"Con franqueza, señor...".
Cada vez que reproduce el discurso en la cabeza, toma una conciencia más nítida de lo que supone. En un primer momento, las palabras son sonidos aleatorios, sin significado ni orden, y no expresan nada ni tienen más razón de ser que la de producir un ruido desagradable. La vez siguiente, sabe sin duda que ha recibido una noticia terrible y eso le produce ansiedad, pero aún le parece estar viviendo dentro de una película en la que no es ni actor ni espectador. Esta última vez, sin embargo, entiende bruscamente que le queda poco tiempo, y también que cincuenta y siete años no le han preparado para este momento. Siente que tal vez debería haber esperado la noticia y haberla encajado como algo natural, siempre ha sabido que llegaría el momento... pero, obviamente, pocas veces ha pensado en ello, y desde luego no esperaba que el final llegase tan temprano.
Es extraño, pero su mente no le lleva ahora a reflexiones sobre la vida y la muerte, ni a pensamientos más o menos profundos, ni podría decir una sola frase que mereciese quedar registrada para su epitafio. Sin saber por qué, piensa en la recepcionista, esa mujer tan desagradable y antipática. ¡Tratarle así a él, sin importarle que muy pronto va a morir! ...Siente un escalofrío al pensar en esa palabra. Morir. Morir él, el gran señor Medina. Morir él, tan respetado, tan admirado.
Morir, y sin embargo... el mundo sigue funcionando a la misma velocidad, como si a nadie le importara. Morir, ¿y después qué?
Se deja caer en el asiento de atrás del taxi y piensa por un segundo la dirección a la que debería ir. Cuando se da cuenta de que el taxista le mira a través del retrovisor, dice lo primero que le viene a la mente:
-A la calle Berlín.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Misericordia

Babatu, el hijo de cuatro años de Ibada, llevaba perdido desde el lunes. Por eso, el miércoles por la mañana, cuando la esperanza comenzaba a agotarse, los ojos de Ibada estaban tan llenos de lágrimas que no podía ver con claridad. Sus hermanos y algunos vecinos de la aldea habían salido a buscar a Babatu mientras ella permanecía en la aldea (no sólo por si el niño volvía sino porque ella tenía las piernas inmóviles de nacimiento), pero muchos temían que hubiera acabado presa de las zarpas de alguna leona. Por supuesto, a nadie se le ocurrió insinuarlo delante de Ibada.
Thuweni, su hermano mayor, había organizado una pequeña partida de búsqueda, pero hasta entonces no había dado ningún resultado. La última vez había salido por la mañana, muy temprano, unos minutos antes de que saliera el sol, y se había adentrado en el bosque junto con algunos voluntarios, ninguno de los cuales había regresado aún, a pesar de que pasaba ya un buen rato de la hora a la que la mayoría de los aldeanos solían comer. Hay que decir, sin embargo, que la comida había empezado a escasear meses antes, y que la situación se había agravado las últimas dos semanas, desde la aparición de aquel grupo de blancos que se habían instalado en la ciudad vecina, quién sabe si de forma temporal o permanente.
Estaba Ibada sentada sobre una piedra al lado de los campos de cultivos en los que muchos campesinos se habían quedado trabajando, cuando llegó el gran sacerdote vestido con sus lujosas telas y engalanado con grandes anillos de oro, exigiendo -más que pidiendo- la atención de todos. Tanto a la izquierda como a la derecha del gran sacerdote había una persona vestida con una túnica morada, y detrás de ellos había un joven que aparentaba tener veintidós o veintitrés años, ojos vivaces y pocos escrúpulos.
El gran sacerdote habló entonces en su extraño idioma, que nadie comprendió, en estos términos:
-Debéis estar agradecidos: Dios me ha enviado a estas tierras para apartaros del camino del infierno. Desde el momento en que nacéis sois pecadores, porque nacéis desde el pecado, y seguís pecando durante toda la vida. No conocer a Dios es el mayor de esos pecados... pero yo os perdono, porque os amo.
»Ved que reconozco que tenéis alma, aunque muchos lo hayan negado hasta ahora. Y sin embargo, ¿de qué os sirve?, pues es un alma impura y vil, apartada del camino correcto. Por eso debéis seguirme a mí, que conozco ese camino y en mi infinito amor me ofrezco a guiaros. Pero, como ya sabéis, vuestra salvación exige una pequeña recompensa: el noventa y cinco por ciento de vuestra producción. ¡Apartaos de las necesidades mundanas! ¿Preferís nutrir el cuerpo y dejar morir de hambre al alma? ¡Impuros!... pero veo que os disculpáis, así que os perdono de nuevo.
Sin embargo, los campesinos no se disculpaban realmente: muchos intercambiaban miradas interrogantes, y los pocos que se habían arrodillado lo habían hecho con el único propósito de seguir trabajando.
-Pero sé -continuó el gran sacerdote- que algunos de vosotros estáis enfermos o sois demasiado viejos para trabajar. Así, como es justo, deberéis hacer otro tipo de sacrificio...
Y el joven situado detrás del gran sacerdote dio entonces un paso adelante. Y llevaba de una mano a un niño negro y desnudo, e Ibada se quedó en silencio y sin poder moverse, y después lloró y gritó con furia por no poder ponerse en pie y arrebatarles a su hijo y abrazarle como solía hacerlo antes de que llegasen aquellos hombres blancos a los que nunca, jamás consiguió entender una palabra.

martes, 5 de octubre de 2010

Oscuridad

Me pareció abrir los ojos en mitad de un bosque frondoso y oscuro. Me encontraba rodeado de árboles enormes cuyos troncos estaban parcialmente cubiertos de musgo, y arbustos que me sacaban dos o tres cabezas. La vegetación del suelo era tan espesa que no alcanzaba a ver mis propios pies, como no los levantase o caminase sobre las raíces de los árboles.
Traté de salir de aquel lugar caminando en línea recta, pero la creciente oscuridad dificultaba notablemente mi propósito. Llevaría algo más de una hora caminando cuando divisé al fin, a lo lejos, un par de luces. Provenían de una cabaña de madera en la que ardía un fuego que brillaba a través de dos enormes ventanas. Hacía tanto frío que se me habían dormido las manos, y entonces me entregué a una ensoñación en la que me acercaba allí, tocaba la puerta y alguien de aspecto agradable salía a recibirme y, a pesar de no conocerme de nada, me invitaba a pasar con una sonrisa jovial, me cedía su sitio junto al fuego, me entregaba una manta y compartía conmigo algo de comida caliente.
¡Ensoñaciones! ¿No es cierto que causan grandes problemas? ¿De quién es el mundo: de los soñadores o de los que tienen los pies heridos? Y sin embargo, parece que tenemos una cierta tendencia a desear cosas imposibles.
En esta circunstancia me encontraba, cuando eché a caminar con decisión hacia la puerta de aquella casita. -Viva quien viva ahí -pensé-, algo me dice que seré bien recibido.
Unos minutos más tarde me encontraba frente a un rústico llamador que no utilicé por vergüenza. Me quedé allí quieto durante al menos dos minutos más, y entonces escuché: -Vamos, ven, nos están esperando.
La voz parecía venir de todas partes a la vez y sonaba como un trueno. -Ven, tenemos que darnos prisa -escuché.
Alguien o algo me cogió entonces de la mano y me arrastró con fuerza sobrehumana en dirección al bosque. Yo, mientras tanto, gritaba: -¡Déjame poner las manos al fuego aunque sólo sea un minuto! Llevo demasiado tiempo entre las sombras... ¡y tengo tanto frío!

martes, 28 de septiembre de 2010

Lana

Ocurrió en noviembre de 1878. Lana estaba sentada bajo el sauce del jardín. Llevaba el vestido blanco y tenía un libro sobre las rodillas. Se había adornado los rizos de color caoba con el tulipán blanco que había cortado para ella el día anterior, y parecía una de esas figuras de hadas de porcelana que encontré después dispersas por toda la casa.
La llamé y la saludé con la mano pero ella no me miró, y yo no pude hacer nada.
El cielo se cubrió de nubes y empezó a llover, y yo entré en casa a por mi paraguas para Lana. La conozco muy bien y sé que no pensaba moverse de allí, y yo no quería que se resfriase.
Pero mi paraguas no estaba en su sitio y no lo encontré por ninguna parte, así que no pude hacer nada.
Oí un ruido y me asomé a la ventana, y vi aquella furgoneta junto al sauce y a aquellos cuatro tipos tapando la boca de Lana y metiéndola a la fuerza en la parte de atrás. Mientras bajaba corriendo las escaleras, un fuerte derrape me hizo temer lo peor y, al salir de casa, sólo pude ver aquel trasto sorteando los carros de caballos a lo largo de la avenida de adoquines, mientras algunas personas, presas del pánico, intentaban huir por las callejas y otras se habían quedado paralizadas mirando aquel extraño prodigio que se alejaba calle abajo.
Aquellos tipos se llevaron a Lana y yo no pude hacer nada.

Mientras observaba los trozos de valla y las marcas de los neumáticos en el jardín, me preguntaba cómo demonios me habían encontrado, pero ahora mi pregunta es muy diferente: ¿adónde se la han llevado?
Ahora, en 1960, indagando en su historia familiar, me desespera no haber encontrado una sola mención a aquel hecho que pueda servirme de pista; sólo la sospecha de que la encontraré en el momento en que empezaron todos mis problemas: exactamente en noviembre del año 2278.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Un clásico

Yuri Vasiliev tiene cuarenta años y algunas copas de más. Mírenle bajo la ventana del señor Kuznetsov, cubierto de nieve, haciendo esfuerzos para mantenerse en pie y con la nariz tan colorada como un tomate maduro.
Oh, ¿he mencionado que es de noche? Bien, esto es importante, porque Yuri Vasiliev suele ser más valiente cuando todo el mundo duerme. Claro, el hecho de que haya bebido más de la cuenta también ayuda.
Diré también, pues me siento obligado a decirlo, que el señor Kuznetsov está sordo como una tapia y tiene el inexcusable efecto de ser una persona confiada. Por esto último, suele dejar la puerta de la calle abierta, incluso cuando nieva, como esta noche. Su criada, la dulce y amable Lena, que se encuentra de vacaciones, siempre le pide a gritos -pues, repito, el señor Kuznetsov es muy duro de oído- que se acostumbre a cerrarla, porque es un trabajo realmente penoso tener que limpiar la nieve de la entrada todas las mañanas. ¡Dulce Lena, ahórrate el esfuerzo!, ¿no ves que no te hace ni caso?
Yuri Vasiliev se dirige a la entrada y abre lentamente la puerta, que rechina con un estruendo de mil demonios, y se encamina a la oscura escalera que da al piso de arriba. Algunos vecinos dirían más adelante que les despertó el ruido y que pensaron que el señor Kuznetsov había salido a pasear, pero que inmediatamente lo habían descartado porque aquellas horas no eran las más apropiadas, especialmente por el tiempo tan desapacible que hacía.
Volviendo al señor Vasiliev, ahí lo tienen, de pie frente a la puerta del dormitorio del señor Kuznetsov, con la respiración acelerada por los nervios y el sudor perlando sus sienes. Tarda unos segundos, pero finalmente se decide y abre la puerta. Lo encuentra en la cama, emitiendo ronquidos como rugidos de un animal salvaje. Se acerca a él y lo mira de frente, y sin dudarlo saca de su chaqueta un enorme cuchillo. ¡Oh!, ¿tampoco había mencionado que llevaba un cuchillo encima? Bien, si hubiera hablado de su chaqueta, probablemente habrían adivinado ustedes que dentro llevaba un cuchillo. Era obvio, ¿verdad?, nadie irrumpe en el dormitorio de alguien en plena noche si no es con malas intenciones.
Pues bien, Yuri Vasiliev saca el cuchillo y... se lo clava en la garganta. El señor Kuznetsov se lleva las manos al cuello, saca la lengua y hace un gesto de dolor, permítanme decir, cercano a la sobreactuación. Entonces, sencillamente, muere.
La alegría de Yuri Vasiliev, comprenderán por tanto, dura muy poco. ¿Qué ha hecho?, ¡ha sido todo tan fácil! Una víctima sorda, una puerta abierta, nocturnidad, un cuchillo... ¡Se lleva las manos a la cara y dice: Dios mío, Dios mío! Ahora tiene motivos para llorar: ¡Es tan prosaico, tan poco artístico...! ¡Tantos meses planeando el asesinato para acabar cometiendo un clásico!

viernes, 10 de septiembre de 2010

Un error

Continúa parpadeando unos minutos más. Sólo percibe destellos y colores, pero no distingue formas; sin embargo, los sonidos le llegan con total claridad. El problema es que son demasiados y están mezclados, y le cuesta distinguirlos de su propio pensamiento. Está confuso, se siente espectador de una película, acomodado en una butaca en algún lugar que no logra imaginar. Es consciente de lo que ocurre alrededor pero no de sí mismo. «Es extraño», piensa, «realmente extraño».
Pero después de esos minutos, tiene un instante de lucidez, y en ese momento llega corriendo alguien que afirma tener algunas pruebas, y viene gritando: «¡Era inocente!, ¿no veis que era inocente?» Escucha un gran revuelo y alguien dice: «¡Menudo error!»
La cabeza en la cesta de mimbre parpadea una última vez y en ese mismo instante tiene un pensamiento fugaz. Y aunque su pensamiento no tenga forma de imágenes ni de palabras, siempre juraré que equivale a gritar: «¡Sí, fue un error! ¡Fue un gran error!»

martes, 7 de septiembre de 2010

Brindis

-(...) Por el pasado, señores, y por el porvenir, ¡hurra!
Bebieron todos y fueron a abrazar a Zverkov. Yo no me moví; tenía mi copa llena ante mí.
-¿No queréis brindar? -rugió Trudolyubov, que había perdido la paciencia, encarándose conmigo con aire de amenaza.
-¡Quiero brindar solo... y después beberé, señor Trudolyubov!


Dostoievski, Memorias del subsuelo

sábado, 28 de agosto de 2010

Pensar, decir

-¿Qué piensan de mí ahí fuera? -preguntó mientras encendía otro cigarrillo.
Las opiniones siempre eran buenas, todos hablaban maravillas de él. El más guapo, el más inteligente, el más justo. No había mujer que no quisiera compartir su almohada ni hombre que no tuviera la aspiración de ser como él.
-Seré sincero -dijo al fin el hombrecillo-, los comentarios no son buenos.
Él hizo una pausa. Se guardó el mechero en el bolsillo, sostuvo el cigarrillo entre dos dedos y expulsó el humo directamente sobre la cara de Lach. Con voz grave, preguntó:
-¿Qué quiere decir que no son buenos?
-Verá, señor...
-Escucha, Lach -dijo dándole una palmadita fraternal sobre el hombro-, tal vez hayas oído decir que soy una especie de ogro que se deshace de los portadores de malas noticias. Bien... es cierto. Ahora dime qué es eso que dicen sobre mí.

***

-Adelante -dijo sin levantar la vista del escritorio. La puerta se abrió muy despacio. De detrás surgió un joven delgado y tímido que no pudo evitar dirigir la vista al sillón que se encontraba junto a la mesa. Él levantó la vista y le saludó con jovialidad-: ¡Mi buen Dace! Entra, muchacho. Cierra la puerta. Muy bien. Dime, hijo, ¿qué noticias me traes?
El joven, totalmente pálido, seguía mirando al sillón.
-Oh, sí, te presento a mi buen amigo Lach. Ya no trabaja aquí, ¿sabes?, ahora sólo me hace compañía. Vamos, saluda, Lach, no seas maleducado. Hay grandes taxidermistas en esta ciudad, ¿verdad?, ¡grandes taxidermistas! Dime, hijo, ¿qué noticias me traes?
El hombre se sentó en el sillón, puso los pies sobre la mesa y dio una calada a su cigarrillo.

jueves, 26 de agosto de 2010

Lo más alto

Kellen Eberdhart es un hombre de éxito. Al menos, según su concepto de éxito. Es hijo de campesinos pobres y no había tenido muchas oportunidades en su juventud, pero a los veintidós años, las cosas habían empezado a cambiar.
Su memoria viaja hasta 1975. Llevaba un año trabajando en un almacén de una multinacional de venta de repuestos automovilísticos. Si alguien hubiera preguntado por él, nadie habría afirmado conocerlo; era uno más entre miles de empleados anónimos. Pero aquel año había aceptado el puesto de jefe de almacén para sustituir al anterior, que había muerto en un accidente doméstico. Sus ingresos aumentaron y se ganó una reputación y, por tanto, un nombre.
Poco tiempo después había sido ascendido de nuevo, y había comenzado a convertirse en alguien conocido y respetado. En 1976 conoció a la mujer con la que mantenía una relación estable desde entonces. Se sentía afortunado en muchos aspectos.
Con el tiempo, la empresa fue creciendo y él fue nombrado director. Además, tenía el cincuenta y uno por ciento de las acciones. El negocio se convirtió en una de las organizaciones más poderosas de Europa. Y él, en uno de los hombres más ricos.
Kellen Eberdhart recordaba esto con satisfacción, pero sus pensamientos tenían un sabor amargo. No había olvidado su trato, ése era uno de los pocos lujos que no se podía permitir.
Casi se había hecho a la idea de que su despacho no estuviera vacío cuando se sentaba en el sillón cada mañana. Parecía estarlo, sí, pero no tenía más que darse media vuelta y allí, en el cristal, aparecía entonces reflejada una silueta. Podía ser una mujer, un hombre mayor, alguien con aspecto de ejecutivo... podía ser muchas cosas. Y después de tantos años, aún se sobresaltaba. Sabía que no estaba solo en ningún momento. Aun así, un rascacielos lleno de gente le brindaba una especie de... protección.
Pero no podía soportar el momento de apagar la luz en la habitación de su casa. Era consciente de que había alguien más allí, consciente de que le observaban. Era una certeza absoluta, indiscutible e ineludible, más allá de toda explicación. Y sabía que no estaba loco: tenía claro que aquello formaba parte de su trato.
Ahora lo entiende todo y sonríe. Sabe que ha salido perdiendo. Un segundo de felicidad y una eternidad de sufrimiento; ¿quién querría adelantar un momento así? Pero no se arrepiente: el mismo infierno viene a buscarle. Son esas personas, esas... apariciones. Nunca se van a ir.
Piensa en ello mientras salta al vacío. En el piso cuarenta, su corazón deja de latir. En el momento en que toca el suelo, las caras que le miran desde arriba desaparecen para siempre.

martes, 24 de agosto de 2010

Deudas

Debería echarle ahora mismo de mi casa.
Es un barrio conflictivo, sin duda. No hay una sola semana que salga de casa y no vea dos o tres patrullas de policía alrededor de un cadáver. Señor, las cosas están así, no hay dinero para salir de aquí, ojalá lo hubiera.
El otro día un yonki asaltó a un muchacho de unos diez o doce años. No sé, no debía de estar muy bien de la cabeza, ya me dirá. El caso es que le sacó una jeringuilla, sabe, y el crío se asustó y empezó a gritar. El yonki se puso nervioso y se la clavó en un costado. Parece ser que le inyectó un poco de aire. El muchacho está en estado crítico, dicen. No saben si va a salir de ésta, Dios quiera que sí, pero sería un milagro. Aparte tiene sida, claro, así que le jodieron de por vida.
Le informaron bien, señor, mi hijo murió el otro día. No, no murió, lo mataron, pero aún no dieron con el asesino. Fue un asunto de bandas, no lo sé muy bien, me dijeron que estaba peleado con alguien por asunto de una chica. Dígame usted si se puede matar a alguien por una cuestión de celos. Absurdo, todo es absurdo.
Por eso debería echarle a usted de mi casa ahora mismo. No puede venir y decirme esto. No puede sentarse en mi sofá y aceptar un vaso de whisky y exigirme lo que me exige. ¡Una cantidad tan enorme! No, señor, me temo que se equivoca: mi hijo no tenía deudas, y, perdóneme, nunca he oído hablar de usted.
Ahora es un poco tarde y yo tengo algunas cosas que hacer. De modo que, por favor, permítame acompañarle hasta la puerta.

viernes, 6 de agosto de 2010

Despertar

Jérome despierta una noche de octubre. Tiene frío pero está empapado en sudor. Le duelen un poco los huesos, puede que se esté haciendo viejo, o puede que vaya a llover. Intenta moverse pero siente un fuerte dolor por todo el cuerpo. ¡Definitivamente, o está muy mayor o va a caer una buena tormenta!
No sabe qué hora es. Todo está tan oscuro que no puede ver absolutamente nada. Enciende la luz de su reloj de muñeca; los segmentos no funcionan y el cristal está roto. ¡Mierda!, su manía de dormir con el reloj puesto. Ha debido de golpear sin querer la mesilla de noche. ¡Un reloj de los buenos!
Jérome tantea con el brazo pero no encuentra la mesilla de noche. ¿Dónde está su lámpara? ¿Y su teléfono móvil? Descubre que no recuerda dónde lo puso la noche anterior. Intenta incorporarse, pero siente un terrible dolor en la pierna izquierda que le obliga a acostarse de nuevo. Definitivamente, aquello no es su cama: son un montón de papeles y carpetas llenos de tierra. ¿Qué coño pasa aquí? ¿Qué es todo esto?
Cuando la memoria acude a su mente, un reloj cercano marca las 3:15. De repente, como una visión, recuerda la última vez que despertó. Había algo más de luz; no mucha, pero la suficiente como para ver la enorme viga sobre su pierna y un escritorio volcado a su izquierda, muy cerca de él. Sí, ahora lo recuerda todo claramente. Había pedido socorro, había gritado hasta enmudecer. Recuerda el sonido lejano de la sirena de un camión de bomberos y los ladridos de al menos dos perros. Se había dado cuenta de que llevaba ya muchos días allí, se moría de hambre y la sed era insoportable.
Jérome también recuerda que, antes de volverse a dormir, había dejado de oír las sirenas, y el último de los perros había dejado de ladrar. ¿Cuándo volverán? ¿Cuándo le sacarán de aquel lugar?
Pero Jérome bosteza, el sueño le vence de nuevo. No se da cuenta cuando su respiración hace que su mano se deslice desde su pecho, ni oye el leve golpe, tic, que hace el reloj al tocar el suelo.

jueves, 5 de agosto de 2010

Ángel

Tú dices: hasta aquí llegué, ya estuvo bien,
pero no te mueves del lugar;
yo digo: a la de tres empezaré a correr
pero olvido que no sé contar...

Nacho Vegas, Dry Martini S.A.

La chica era un ángel, dicen por ahí. Tenía esa mirada esmeralda que sólo tienen los ángeles, franca, dulce, amable... y esa palabra de aliento siempre en el momento oportuno. Y algunos dicen: ¡Quién lo habría pensado!, y otros se lamentan: ¡Era un ángel, la chica era un ángel!
Ella llevaba la cuenta de los días transcurridos para no olvidar cuándo debía marcharse. Cada amanecer, añadía una diminuta marca a su antebrazo con un pequeño cuchillo de pelar. Ya queda menos, pensaba, ya no queda nada para irme de aquí. Le dolía, pero aguantaba bien el dolor. Estaba más que acostumbrada.
Se podían contar algunos años en su pálido antebrazo. Dos y medio, tal vez tres. Pero cada vez que llegaba el momento de irse, ella mordía con fuerza las cadenas y no conseguía nada. Se preguntaba en qué podía haber fallado e inventaba pretextos. Las cadenas eran demasiado gruesas o sus dientes demasiado débiles. Entonces, pensaba, tal vez el problema se acabe solucionando, y con ese pensamiento empezaba a contar de nuevo.
Esta vez había ido demasiado lejos. Había roto las cadenas y él se había dado cuenta antes de que ella hubiera dado un solo paso. Decía que la quería, pero nunca se le había pasado por la cabeza hacerla feliz, y mucho menos si eso implicaba darle libertad. La quería como se quiere a un cuadro o a un jarrón. Ni un solo beso, ni una sola caricia, ni una palabra más o menos amable durante años. Dos años y medio, tal vez tres.
Y esta tarde de otoño no acude a su despedida. En su lugar, lo hace todo un pueblo. Hace dos noches, cuando él la tenía acorralada contra una esquina de la habitación, con la mano en alto, ella había dicho: "Yo siempre he sido libre, ¿no lo ves?", y, empujándole, había echado a correr hacia el balcón abierto.
Y ahora, algunos dicen: ¡Era un ángel, un ángel del cielo!

lunes, 2 de agosto de 2010

La propiedad

Cada martes a las nueve, su whisky es servido por la misma camarera en el mismo vaso, marcado por una cruz a navaja en el fondo. Él no la mira a la cara, se limita a observar su copa mientras se llena. Le gusta el sonido de los cubos de hielo chocando entre sí y los matices de la bebida bajo la pálida luz que a duras penas se cuela por la ventana.
Cada martes, la mujer sin nombre que le acompaña a todas partes aguarda pacientemente a su lado. Siempre en pie, siempre con ropa de invierno aunque sea verano, siempre en silencio. Tiene miedo del reloj de la pared, le recuerda que su vida se escapa minuto a minuto allí junto a él.
La copa se vacía y él pide otra. Después otra y otra más. Cuando la mujer parece a punto de explotar de rabia y de odio, él deja caer bruscamente el vaso y saca dos billetes arrugados. Deja uno de ellos sobre la mesa y mete el otro en un bolsillo del pantalón de la camarera cuando ésta pasa por su lado limpiando las mesas.
Se agacha, levanta un poco la mesa por una de las patas y desengancha la correa. Da un tirón y la mujer hace un gesto de dolor. Se levanta y camina hacia la salida ante la mirada resignada de la camarera y del cocinero. Pobrecilla, piensan, pero nadie hace nada.
En la calle, mientras avanza a grandes zancadas, gira la cabeza en todas direcciones por si alguien se atreve a mirar su propiedad. Una vez alguien lo hizo y resultó herido. También la mujer sin nombre recibió una paliza en la misma calle. Es que vas como una puta, enseñando los tobillos.
Un martes se sentó en la mesa de siempre. No dirigió su mirada a la camarera, y esta no colocó el vaso en su sitio habitual. Se detuvo junto a él y, antes de que nadie pudiera impedirlo, se lo rompió en la cabeza. Él cayó con gran ruido sobre el cenicero mientras la mujer sin nombre se tapaba la boca con las manos, incapaz de hablar.
He oído decir que aquella mesa conserva aún la sangre derramada, que la mujer sin nombre se encuentra lejos, muy lejos de allí, y que de vez en cuando la camarera recibe cartas de gratitud que terminan con fuertes besos y buenos deseos.